Juan Carlos huyó derrotado y llorando de El Pardo por culpa de su nieta Leonor
Un artículo de David Lozano publicado en EsDiario
En Zarzuela no se habla de otra cosa. Lo que debía ser un gesto solemne, casi reparador, por los cincuenta años de la Restauración de la Monarquía, terminó convirtiéndose en un episodio íntimo, crudo y casi doloroso para su protagonista más incómodo: Don Juan Carlos. El almuerzo familiar celebrado este sábado en El Pardo —convocado por Felipe VI y blindado a cal y canto— pasará a la historia menos por la foto imposible que no se hizo que por las lágrimas discretas, pero inevitables, del Emérito.
Fue el primero en llegar y el primero en marcharse. Aterrizó en Madrid a media mañana, se dirigió solo a El Pardo (13;05 horas) y, cuatro horas después, abandonó el Palacio con el gesto vencido. Una presencia rápida, cirujana, casi simbólica. Pero suficiente para propiciar un choque emocional con sus nietas Leonor y Sofía, a quienes no veía desde el 18º cumpleaños de la Princesa de Asturias. Dos años y un mes de distancias, silencios y cartas cruzadas. Y la respuesta de ambas jóvenes, según pudo confirmar ESdiario, fue tan fría como un protocolo militar: cortesía mínima, palabra justa y un murmullo que nunca llegó a ser conversación. Para Don Juan Carlos, aquello fue un golpe directo, un recordatorio de que la grieta familiar ya no es un relato de prensa sino una realidad delante de sus ojos.
La llegada de Doña Sofía, acompañada por la Infanta Cristina, dibujó un contraste perfecto: gesto sereno, sonrisa medida, el aplomo con el que lleva décadas sosteniendo la institución y que un día antes había sido premiado con el Toisón de Oro. Ese reconocimiento público —del que el Emérito fue excluido tanto en presencia como en discurso— planeó como una sombra luminosa durante el almuerzo. En los pasillos de El Pardo muchos leyeron ese homenaje como algo más que un agradecimiento: la reina Sofía, tras años de silencios y humillaciones, vivió este fin de semana como una suerte de reivindicación personal… y como una lección implícita para su todavía marido.
Los Reyes llegaron puntuales, a las dos. Letizia, con una sonrisa amplia y calculada; Felipe, serio, consciente de lo frágil del equilibrio. Las niñas, impecables, pero distantes.
Entre los sesenta invitados —una cifra descomunal para un almuerzo de estas características— destacó la presencia masiva de la rama griega, el verdadero sostén emocional de la Reina Sofía. Acudieron Ana María, viuda de Constantino; los Príncipes Pablo y Marie-Chantal con parte de sus hijos; la Princesa Alexia con Carlos Morales y los suyos; el Príncipe Nicolás y su esposa Chrysi Vardinogiannis; la Princesa Teodora con Matthew Kumar, y Philippos con Nina Flohr. Un ejército familiar que arropó a Doña Sofía.
También estaban la Infanta Elena y Cristina, esta vez sí llamadas por su hermano y acompañadas por sus hijos: Victoria Federica, Froilán, Irene, Pablo, Juan Valentín y Miguel Urdangarin.
Y en medio de todo eso, Don Juan Carlos que trató de mantener la compostura, las fuentes consultadas coinciden: salió del almuerzo con lágrimas en los ojos. Lágrimas por sus nietas, por ese desencuentro que ya parece irreversible, por un legado que ahora se escribe sin él en la sala.
No habrá fotografías oficiales del almuerzo. Las que existen —las íntimas— se guardarán bajo llave, al menos de momento.. Y hay un motivo claro: Letizia evitó a toda costa posar junto al Emérito. La frialdad entre ambos es total desde que el libro Reconciliación puso por escrito lo que antes solo se susurraba. La madre de sus nietas, la Reina que él mencionó sin delicadeza en sus memorias, no estaba dispuesta a regalarle una imagen que pudiera interpretarse como un gesto de unidad.