In dubio pro reo… pero te arreo

El viejo principio “in dubio pro reo” siempre fue una especie de refugio mental para quien estudió Derecho: ese recordatorio de que, si algo no queda claro, la balanza debe inclinarse hacia el acusado. Lo aprendimos entre manuales enormes, clases interminables y cafés que sabían más a supervivencia que a cafeína.

Ese criterio, que debería funcionar como faro, parece haber tenido un día complicado —o una larga noche— en la sentencia reciente del Tribunal Supremo contra Álvaro García Ortiz. Porque, leyendo la resolución, da la sensación de que se ha impuesto otro mantra distinto: “si no lo puedo demostrar, lo intuyo”.

Resultado: dos años de inhabilitación, multa y una condena moral que pesa como una lápida.

Fundamento clave: una filtración que “alguien del entorno” pudo haber hecho.

Prueba directa: ninguna.

Voto discrepante: dos magistradas que, con toda claridad, dijeron que allí no había delito que sostuviera semejante castigo.

Mientras cinco jueces veían un mosaico de indicios suficiente, dos concluyeron exactamente lo contrario. La diferencia, al parecer, no estuvo en la prueba, sino en la interpretación del vacío.

¿Qué pasó con la presunción de inocencia?

Ese principio que repiten los libros —“todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”— parece haberse reconvertido en algo más práctico para la época digital: “si borras el móvil, te lo buscaste”.

O peor aún: borra tu móvil y deja que la sospecha haga el resto.

Porque la base de la condena no fue un documento incriminatorio, un testigo que señalara sin dudas ni un rastro que cerrara la historia. Nada de eso. Fue un borrado de datos interpretado como si equivaliera a una confesión tácita. Y a partir de ahí, el tribunal construyó un edificio penal sobre arena.

Luego llega el aviso solemne de la sentencia: “alguien incumplió un deber de reserva”. Ese “alguien” es una figura casi literaria. Vago, etéreo, pero suficiente para que la duda deje de proteger y empiece a incriminar.

¿Dónde quedó el “in dubio pro reo”?

Quizá escondido entre cientos de páginas, como quien guarda un post-it que ya no usa. Está ahí, sí, pero sin ninguna fuerza real. No salva, no protege, no pesa. Se convierte en un ornamento académico más que en un principio operativo.

Y esto no es una exageración. Varias voces del ámbito jurídico han advertido que la decisión del Supremo supone un giro que, llevado al extremo, puede resultar letal para el estándar penal español. Porque si hoy vale un borrado de móvil como piedra angular para condenar, mañana bastará con cualquier gesto que pueda interpretarse como “sospechoso”.

El verdadero problema no es la pena: es el precedente

Lo inquietante no es solo la inhabilitación. Es la puerta que se abre. Si se puede sentenciar a un fiscal general sin demostrar el cómo, el cuándo ni el quién, mañana cualquiera podrá verse atrapado en la misma lógica: primero te señalo, luego veré si encuentro pruebas… y si no, ya las interpreto.

Este caso ya no va de un nombre propio. Va del deterioro de un principio que se supone intocable. Un principio que ha sostenido la estructura del Derecho penal moderno y que, de pronto, parece convertirse en un mueble incómodo que conviene apartar cuando estorba.

Una pregunta incómoda

La sentencia ya está firmada. Pero la discusión acaba de empezar.

Y obliga a formular una pregunta que debería incomodarnos a todos:

¿Cómo confiar en un sistema que deja de proteger cuando aparece la duda y empieza a castigar precisamente por ella?

“In dubio pro reo”.

Un principio que suena perfecto en latín, impecable en los manuales… pero que, si no lo defendemos fuera de ellos, se irá convirtiendo en una frase hueca. Y cuando una sociedad deja que se vacíen sus garantías, tarde o temprano acaba comprobando —por las malas— por qué eran tan necesarias.

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