De trampas y de lenguas
Amelia Valcárcel es una de nuestras mejores pensadoras. Una feminista cuando no había casi feministas; una catedrática cuando eran muy pocas, ahora emérita, de Filosofía Moral y Polìtica; una socialista que probó la polìtica activa como consejera de Educación, Cultura y Deporte en Asturias y a la que el PSOE nombró consejera de Estado en 2004, cargo que abandonó en 2023; y una mujer independiente y libre que siempre ha defendido sus ideas con argumentos, no como otros.
Pues dice Valcárcel que "la vida académica está llena de trampas y de zancadillas, con resultado de empujón hacia el abismo". Pero comparada con la vida polìtica, la vida académica es una casa tranquila en medio del campo. Con muchas ovejitas, que diría Carmen Sevilla.
"Una cosa --añade Amelia Valcárcel-- es que un Ejecutivo necesite a un grupo político pequeño para poder cerrar sus pactos de gobierno y otra cosa es que un pacto de gobierno se convierta en una verdad revelada". Y en una puerta abierta para desmantelar las instituciones y para convertir el Estado de Derecho, la igualdad, la solidaridad, la independencia judicial y la libertad de información en un escenario de privilegios, de corruptelas y de cloacas.
Y luego está la batalla de las lenguas. Por encima de los desplantes, Isabel Díaz Ayuso tiene razón cuando enfrenta dos realidades: "Hablamos todos en español en los pasillos y luego necesitamos traductores y pinganillos para entendernos en la Conferencia de Presidentes". Y mientras, los que exigen respeto para sus lenguas, niegan la oficialidad del español en sus comunidades autónomas, persiguen su enseñanza en los centros educativos y en la Administración pública, es decir la de todos los ciudadanos, y reclaman que en todos los organismos europeos sus lenguas sean oficiales. No todas las de los países miembros, solo las suyas.
Es casualidad que esa polémica haya saltado esta vez en plena celebración de Pentecostés por parte de los católicos. Cuando bajó el Espíritu Santo sobre los apóstoles, éstos salieron a las calles a predicar la buena nueva y fueron dotados de la capacidad de hablar en distintas lenguas, que no habían aprendido previamente, a personas de diferentes orígenes, culturas e idiomas. Como no hemos llegado todavía a eso ni con la Inteligencia Artificial, no parece exagerado pedir que para debatir y dialogar lo hagamos en la lengua que es de todos, sin necesidad de traductores y aparatos.
Y es en ese tiempo cuando me ha llegado casualmente un poema del jesuita José María Olaizola, que, aunque escrito con otras miras -y por eso pido disculpas anticipadas por su utilización "política"-, viene absolutamente al caso. Dice así: "Entonces, en Babel/ perseguimos quimeras/ jugando a ser dioses/. Escondimos la jugada/ desconfiando del vecino/. La palabra se hizo bala/. La intención, enigma/. Cultivamos rivalidades/. Alimentamos agravios/. La incomunicación/ se disfrazó de tertulia/. Rodeamos el vacío/ de apariencias/. Se amaba poco y mal/. Y así, levantamos/ muros invisibles/. Parecíamos próximos/ pero habitábamos/ universos solitarios".
Convertir la política en el mercado del odio --me da igual desde dónde y contra quién--, lleva a ese abismo al que hacía referencia Amelia Valcárcel. Y quien lo promueve, lo aviva y lo defiende, insisto en cualquier dirección, merece un reproche moral y una denuncia pública. La palabra nunca debe ser bala.