El fallo del fallo
Cualquiera puede ver, si no le ciega el sectarismo, que la condena de Álvaro García Ortíz es radicalmente injusta, mas para concluir que ha sido cosa de "lawfare", del "quien pueda hacer, que haga" aznariano. O de la conocida ojeriza de un amplio sector de la magistratura hacia el ya ex-Fiscal General del Estado, se necesitarían pruebas fehacientes, que son esa cosa que el Tribunal Supremo parece no haber manejado al emitir su apresurado fallo, prólogo de la sentencia nonata en la que el Tribunal deberá explicar la razón por la que condena sin pruebas fehacientes.
Es más; el hecho de que tampoco parece haber indicios sólidos ningunos de la culpabilidad de García Ortíz en la famosa filtración, aumenta el interés en conocer los intríngulis justificatorios de semejante condena.
No sólo aquellos a los que ciega el sectarismo, sino cuantos conservan la idea o la ilusión de una Administración de Justicia incontaminada, mirífica, imparcial y neutral en lo político, reclaman del Gobierno de España y de la opinión pública indignada por la condena, respeto a las resoluciones de la Justicia, pero incluso ellos podrían entender que, en primer lugar, la crítica al proceder de quienes se ocupan de ella no sólo es legítima, sino necesaria, y, segundo, que es imprescindible igualmente que la Justicia se respete a sí misma, extremo que pudiera haber quedado en entredicho en el caso que nos ocupa.
Todo ha sido raro, si es que no disparatado, en el juicio contra el ex-Fiscal General del Estado. Desde su orígen, que todos conocemos, hasta su conclusión, pasando por el escaso aprecio del Tribunal a la profesión periodística, por el más escaso aún por el principio innegociable del "in dubio pro reo", o por la extravagante y unifocal investigación de la UCO, y ello por no hablar del testigo que reconoció abiertamente haber mentido en perjuicio del procesado. Todo ha sido raro, y feo, en éste suceso judicial que desacredita más, a ojos de la opinión, al castigador que al castigado.