Nadia muere odiada en el campo mientras España necesita más que nunca sus manos

Nadia, trabajadora agrícola marroquí de 40 años y vecina de Jumilla (Murcia), falleció el pasado viernes 8 de agosto aplastada por una carretilla elevadora mientras recogía lechuga en la finca Ronda de los Molinos, en Pozohondo (Albacete). El accidente ocurrió a escasos días de que viajara a Marruecos para reencontrarse con su familia. Su muerte vuelve a exponer la paradoja de un país que depende de la mano de obra inmigrante para sostener sectores clave de su economía, mientras gana espacio el discurso político que cuestiona su presencia.
Una vida truncada lejos de casa
El aviso al 112 de Castilla-La Mancha se registró poco después de la una de la tarde. Acudieron de inmediato una ambulancia de soporte vital básico, un médico de urgencias, la Guardia Civil y un helicóptero sanitario, pero los intentos por salvarle la vida fueron infructuosos.
Nadia trabajaba desde hace años en campañas agrícolas en la Región de Murcia y provincias limítrofes. Según compañeros, salía de Jumilla de madrugada en autobuses que trasladan cuadrillas enteras y regresaba al anochecer, como tantos temporeros que encadenan jornadas intensas para aprovechar la temporada.
Apenas unos días antes del accidente había comprado su billete para regresar a Marruecos. En su casa quedaban preparadas las maletas con ropa, regalos y medicamentos para sus padres y hermanos. No tenía familiares directos en España y la comunidad marroquí de Jumilla ha iniciado una colecta para repatriar su cuerpo.
Asociaciones como la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes (ATIM) han expresado su pesar y exigido mayor control de las condiciones laborales en el campo. “En demasiadas explotaciones no se cumplen las medidas mínimas de seguridad”, lamenta su presidenta, Sabah Yacoubi. IU-Verdes ha ido más allá, señalando que la tragedia es consecuencia de un modelo que normaliza la precariedad y la sobreexplotación en el sector.
El papel invisible de la inmigración en el campo
La campaña de hortalizas y frutas en regiones como Murcia, Castilla-La Mancha o Almería depende casi por completo de mano de obra extranjera. Trabajadores de Marruecos, Rumanía, Ecuador, Senegal o Colombia recogen los cultivos que llenan los mercados nacionales y buena parte de las exportaciones agrícolas.
Son trabajos físicamente exigentes, estacionales, mal pagados y con condiciones que, según sindicatos y ONG, en demasiados casos no cumplen la legislación laboral. La temporalidad y el miedo a perder el empleo dificultan que se denuncien irregularidades.
Nadia formaba parte de ese engranaje imprescindible pero invisible. En su caso, como en el de miles de temporeros, no había contrato indefinido ni garantías más allá de la palabra dada para la siguiente temporada.
Una polémica política que añade tensión
El fallecimiento de Nadia coincide con un clima político crispado en Jumilla. El Ayuntamiento, gobernado por PP y Vox, aprobó recientemente una moción que restringe el uso de instalaciones deportivas municipales exclusivamente a actividades deportivas organizadas por el consistorio. Colectivos musulmanes y partidos de la oposición han interpretado la medida como un veto encubierto a la celebración de rezos y festividades religiosas como el Aid el-Fitr o la Fiesta del Cordero.
Vox celebró la aprobación como un “objetivo cumplido”, mientras el PP defiende que se trata de una regulación general y no de un veto religioso. La Delegación del Gobierno en Murcia ha calificado la medida como un caso de “xenofobia institucional” y ha advertido que se vigilará cualquier vulneración de derechos fundamentales.
Analistas y organizaciones de derechos humanos señalan este episodio como un ejemplo de cómo Vox marca la agenda en materia migratoria y cultural, arrastrando al Partido Popular hacia posiciones más restrictivas y vinculando inmigración con inseguridad, a pesar de que las estadísticas oficiales desmienten esa relación.
Datos que desmontan el discurso del miedo
A 1 de julio de 2025, España alcanzó un récord de 49,3 millones de habitantes, impulsado en gran parte por la llegada de más de 7 millones de personas nacidas en el extranjero, que ya representan cerca del 19 % de la población residente.
El Banco de España estima que entre 2022 y 2024 los trabajadores inmigrantes aportaron entre 0,4 y 0,7 puntos porcentuales al crecimiento anual del PIB per cápita. En abril de 2025, el 13,9 % de los afiliados a la Seguridad Social eran extranjeros, responsables del 41 % del empleo creado en los últimos tres años. Además, su contribución es esencial para sostener el sistema de pensiones en un país con una de las poblaciones más envejecidas de Europa.
En cuanto a la criminalidad, los datos del Ministerio del Interior desmontan los tópicos: el 70 % de los robos y hurtos son cometidos por personas nacidas en España, y la delincuencia general ha descendido de forma sostenida en la última década. Desde 2012, los hurtos han caído un 20 %, los robos con fuerza un 40 % y los robos violentos un 50 %.
Entre la necesidad y la desprotección
La historia de Nadia simboliza una realidad más amplia: la de miles de personas que llegan a España buscando un futuro mejor y acaban desempeñando trabajos esenciales que sostienen la economía, a menudo en condiciones de vulnerabilidad.
Su muerte, más allá de la tragedia personal, revela la tensión entre la dependencia estructural de la mano de obra inmigrante y el auge de discursos políticos que la cuestionan. En un país que necesita más que nunca sus manos para recoger cosechas, cuidar de mayores, mantener la hostelería y construir infraestructuras, la pregunta que deja Nadia es incómoda pero necesaria: ¿hasta cuándo seguirá siendo invisible quien sostiene el país desde las sombras?
Editorial
La muerte de Nadia no es un hecho aislado, sino un síntoma de un sistema que se beneficia del trabajo inmigrante mientras tolera su precariedad y alimenta prejuicios desde el discurso público. España no puede permitirse que quienes recogen nuestras cosechas, cuidan a nuestros mayores o sostienen sectores estratégicos lo hagan en condiciones de inseguridad, invisibilidad y desprotección. Honrar su contribución exige no solo reconocimiento, sino medidas reales que garanticen derechos y frenen la deriva política que convierte la diferencia en arma electoral. La dignidad laboral y el respeto no son concesiones: son obligaciones democráticas.