La hora inventada
En realidad, nadie entendió nunca por qué se cambia la hora. Bueno, salvo Franco, que en 1940 la cambió a lo bestia, adoptando el huso horario de Berlín, para estrechar aún más si cabe sus lazos con Hitler. Pero éste chalaneo semestral con las horas del día, que en nada beneficia y a todos confunde, no hay ni ha habido nunca, en puridad, quien lo entienda, ni siquiera los que en 1974 lo impusieron tras la crisis del petróleo del año anterior y que no se conformaron, so capa de no se sabe qué ahorro energético, con apagar las mitad de las farolas.
Un día de marzo del 40, Franco decretó que las 11 pasaran a ser las 12, y el meridiano de Greenwich, el que nos correspondía geográficamente por respeto al sol, se quedó sin uno de sus socios, y hasta la fecha. Ese dislate que hace que la hora en Galicia se parezca más a la de Polonia que a la de su vecino Portugal, no se resuelve, desde luego, dejando de adelantar y retrasar los relojes cada marzo y cada octubre, pero no por ello la iniciativa del Gobierno de dejarlos en paz carece de cierta lógica. ¿Qué se gana con el artificial amanecer nocturno del verano o con el invernal anochecer diario a las seis de la tarde? Nada.
Pero ya que lo del ahorro energético no funcionó con el baile horario, los científicos, relevando a los políticos en el afán justificatorio, aducen la necesidad, por aquello del ritmo circadiano, de despertarnos con el sol, más o menos como los gallos, pero con el huso horario del Berlín de Hitler aún vigente, que impone una hora de adelanto respecto al sol en invierno y dos en verano, los únicos que pueden despertarse con él son los gallos precisamente. Salvo excepciones cada vez más excepcionales, como la de aquellos que tienen que ordeñar las vacas o las cabras al tiempo que se abren de par en par las ventanas de la aurora, no está claro quién necesitaría despertarse al unísono con el rey de los astros.
En el fondo, esto de las horas es un vano intento que nos inventamos para atrapar el tiempo, para someterlo y encapsularlo. Los animales, que no tienen reloj ni falta que les hace, saben cuándo despertar y cuándo, vencidos por el trajín diario de procurarse refugio, coyunda y alimento, dormir a pata suelta. Y creo que les damos un poco de lástima al vernos devorados por el absurdo vaivén de las horas inventadas.