Paren el impune acoso escolar

La última reforma de Ley de educación, una por cada legislatura, recuerda la obligatoriedad de impartir la asignatura de Valores. Entre otras cosas enseña la igualdad, la resolución pacífica de los conflictos o la prevención del acoso.

¿En qué estamos fallando como sociedad para que el a acoso escolar, la burla, el menosprecio, el señalamiento, el estigma, se hayan convertido en algo habitual en las aulas y que resulta invisible para los centros educativos?

De nada sirve una legislación que no se cumple, si además los docentes y la dirección del centro no crean un protocolo de detección de estas vejaciones morales y, a veces, incluso físicas. Porque la realidad es tozuda y estos repugnantes comportamientos existen y pueden llevar a decisiones tan trágicas como quitarse la vida. Eso es lo que ha hecho esta semana Sandra, una adolescente de catorce años en Sevilla.

Y, lo peor, es que la madre había acudido en dos ocasiones al centro concertado/religioso para denunciar la situación y no se hizo nada. La adolescencia es una etapa de fragilidad emocional e inseguridades que precisa protección y no perderles de vista.

No quiero ni pensar en cómo se sentirán los padres de las acosadoras al ver, con tan trágico resultado, la actitud de sus hijas. Si es imaginable el sufrimiento de los padres de la víctima.

No es el primer niño que decide quitarse la vida ni será el último porque, lamentablemente, el acoso es una plaga. Pero si es exigible, y de forma inmediata, que cada centro tenga y aplique el protocolo contra esta lacra vergonzosa que puede llegar a crear tanto dolor y convertir la infancia y adolescencia en un infierno.

A lo mejor, la inspección en los centros educativos, que tiene como misión que se cumpla la ley y el control de la calidad de la enseñanza, debería fijar, entre sus prioridades, la supervisión y exigencia en la erradicación del bullying. Curiosamente, cuando las familias han acudido a la fiscalía, tampoco han conseguido que se abriera una investigación por acoso.

Todas las administraciones, desde el Ministerio de Educación a las consejerías autonómicas, tienen la obligación de parar este horror que convierte los patios en centros de tortura.