Opinión

Niños, tapaos los oídos

Aunque a veces parezca mentira, un día fuimos crías y críos y atravesábamos aquellas vacaciones de verano, desde mediados de Junio hasta la mitad de Septiembre, que parecían no tener fin. Ni siquiera éramos conscientes de la buena vida que disfrutábamos; transcurría así y parecía lo normal. A nadie se le ocurría pensar que algún día, de repente, te encontrarías cargando con una hipoteca variable, mucho trabajo (y gracias) y pagando impuestos -con gran satisfacción- para la construcción de una sociedad cada vez más progresista. 

Y qué largas se hacían las tardes… Daba mucho tiempo para estar en la calle que también era una escuela de muchas cosas que no se aprendían ni en casa ni en las aulas. Ni que decir tiene que no había máquinas de videojuegos en las que invertir horas pegados a una silla. Había, en cambio, novelas de Enid Blyton, Emilio Salgari y muchos otros, así como una programación en la tele para gente de nuestra edad algo escasa.

Por lo tanto, acabado el ocio en casa, volvíamos a la calle. Es cierto que esas calles eran más seguras o los malos tenían más miedo, pero nunca vivimos con la sensación de que había que estar vigilantes porque el mal acechaba en la esquina. Hoy desearía que se pudiera vivir con esa despreocupación, tanto por parte de los chavales como de sus padres, pero me temo que esos tiempos ya no van a volver.  

Y la calle siempre esperaba con sus normas, con sus lealtades, con sus primeros amores, peleas con algún guantazo, con amigos que eran para siempre y los que duraban solo una tarde. Aprendimos, eso sí,  a ir viendo por comparación cuál queríamos que fuera nuestro camino en la vida. Luego el destino ya se encargaría de imponer su propio plan.

Recuerdo de aquellos años a Jacinto Silvart con el que tenía gran relación. Compartíamos clase en el colegio, ratos de ocio, libros y estancias en las casas respectivas ya que, sobre todo en verano, nos invitábamos mutuamente a comer de vez en cuando. Avisábamos en casa de la visita y a los pocos días se devolvía la cortesía. Por supuesto comía toda la familia junta. Cuando iba a casa de Jacinto había que esperar a Don Anastasio (su padre) quien al llegar repartía besos en la cabeza a discreción y desordenadamente, se lavaba las manos, dejaba la chaqueta en el respaldo de una silla y nos sentábamos todos a comer. La familia era numerosa y, por tanto, había mucho personal en la mesa así que dudo que reparara a veces en mi presencia. Parte del paisaje y punto.

En cuanto se acomodaba y pasaban unos minutos pedía que encendieran la tele para ver el telediario (a veces él decía “el parte”)  y allí concentraba bastante su atención. Se podía ver en su cara si lo que estaban contando era de su interés, le agradaba o enojaba. Casi siempre ocurría lo último. La recién nacida democracia y los productos que iba creando no eran del gusto de Don Anastasio y procedía a emitir su opinión sobre todo ello. Pocas veces escuché algún comentario elogioso; más bien por su forma de expresarse parecía que el Apocalipsis estuviera cercano. Si el tema ya le superaba, de forma muy solemne, nos decía: “niños, tapaos los oídos que voy a decir palabrotas”. Por supuesto, hacíamos el gesto y bajábamos la cabeza mirando al plato pero nadie se tapaba los oídos. Y escuchábamos con gran claridad algunas expresiones que luego en la calle (de nuevo, la calle) y gracias al conocimiento de amigos más mayores alcanzaba a entender.

Poco a poco algunas de esas expresiones las fui incorporando a mi lenguaje coloquial y así hasta la fecha.

No puedo evitar recordar a Don Anastasio cuando veo ciertas comparecencias y determinados anuncios. Posiblemente haría uso del repertorio que manejaba en toda su extensión.

El otro día me llegó vívido el recuerdo de aquel señor cuando vi el guantazo de Hollywood. Él era muy de querer arreglar ciertos asuntos de forma rápida esquivando la vía del diálogo. Seguramente se le habría escapado una media sonrisa y habría dicho: “la próxima vez que espabile”.

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