Opinión

Sócrates, juicio y muerte del ciudadano ejemplar

Me acuso de que el pasado domingo día 22, durante la representación de Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano ejemplar, en el Palacio de ...

Confiéseme padre porque he pecado.

Me acuso de que el pasado domingo día 22, durante la representación de Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano ejemplar, en el Palacio de Congresos de Toledo, me aburrí como una ostra.

Tú, simple y descreída aficionada, ¿te atreves a cuestionar el trabajo de Josep María Pou i Serra y Mario Gas, dos autenticas deidades de las artes escénicas? ¡Arrepiéntete impía!

No tengo perdón, lo sé.

Por eso, antes de venir a confesar mi falta, he querido expiar parte de mi culpa leyendo la Apología (defensa) que sobre la muerte de Sócrates escribió Jenofonte  (quien al no haber estado presente durante el juicio recurrió al testimonio de su amigo Hermógenes que si fue testigo de la muerte del maestro) y que dividió en tres partes.

En la primera Hermógenes relata como, una vez ante el tribunal, Sócrates renuncia a defenderse argumentando que toda su vida ha sido una defensa y que con 70 años a las espaldas es un buen momento para morir: “yo tenía conciencia de haber vivido mi vida entera en la piedad y en la justicia, de modo que, sintiendo por mi mismo una gran estima, me daba cuenta de que los que me frecuentaban experimentaban hacia mí el mismo sentimiento. En cambio ahora, si sigue prolongándose mi edad, sé que necesariamente tendré que pagar el tributo a la vejez, ver peor, oír con más dificultad, ser más torpe para aprender y más olvidadizo de lo que aprendí. Ahora bien, si soy consciente de mi decrepitud y tengo que reprocharme a mí mismo, ¿cómo podría seguir viviendo a gusto?”. En una época en la cual la esperanza de vida estaba entre los 28 y los 30 años, que Platón muriera a los 80 y Aristóteles a los 62 (el mundo de las ideas, la lógica y el pensamiento desgasta menos que la realidad y la experiencia que brindan los sentidos) parece indicar que el oficio de filósofo garantizaba una nada desdeñable longevidad.

En la segunda, Sócrates realiza su discurso ante el jurado. Primero recuerda sus cargos, no creer en los dioses griegos y corromper a la juventud, y después los niega (“Meleto, ¿tú afirmas que corrompo a los jóvenes con esta conducta? Todos sabemos sin duda qué clase de corrupciones afectan a la juventud; dinos entonces si conoces algún joven que por mi influencia se haya convertido de pío en impío, de prudente en violento, de parco en derrochador, de abstemio en borracho, de trabajador en vago, o sometido a algún otro perverso placer”). Sócrates quería dejar claro que no había cometido impiedad con los dioses ni injusticia con los hombres. En cuanto a suplicar para evitar la muerte, pensaba, como ya se ha dicho, que era un buen momento para acabar con su vida.

En la parte final, Sócrates abandona el tribunal con actitud serena (“Sé que también testimoniarán en mi favor el futuro y el pasado, haciendo ver que jamás hice daño a nadie ni volví peor a ninguna persona, sino que hacía el bien a los que conversaban conmigo, enseñándoles gratis todo lo bueno que podía”) y la Apología termina con estas palabras de Jenofonte: “Por mi parte, cuando pienso en la sabiduría y nobleza de espíritu de aquel hombre, ni puedo dejar de recordarlo ni, al acordarme de él, puedo dejar de elogiarle. Si alguno de los que aspiran a la virtud tuvo trato alguna vez con alguien más beneficioso que Sócrates, considero que tal hombre debe ser tenido por muy feliz”.

Entonces, si la obra de teatro es tan fiel, como parece, a esta Apología, ¿se puede saber por qué no te ha gustado?

La elección de un vestuario neutro y una escenografía depurada, diseñados ex profeso para evitar que la atención de los presentes se concentre en ninguna otra cosa, eleva las expectativas sobre el texto que los actores, con su buen hacer, declaman.

¿Resultado? La propuesta, basada en personajes que, sin apenas interactuar entre ellos, monologuean por turnos, lejos de proporcionar unidad a la historia la convierte en una sucesión de reclamaciones, quejas y sugerencias, que nadie parece resolver. Pero no es solo falta de conexión entre las partes, en ese improvisado ágora sobre las tablas se echa en falta mayor grado de debate y , sobre todo, de una crítica que en los escasos momentos en los que aparece en vez de dirigirse contra el sistema y la corrupción política, omnipresente en la sociedad actual, se queda en una sucesión de advertencias (no fotos, no wasapear, no toser) que probablemente la primera vez tuvieron su gracia, no lo discuto, pero que al quedar incorporadas de manera permanente a la obra dejan aún más patentes las carencias de ésta.

Desde mi posición de espectadora ateniense, que el ilustre Sócrates solo se dirigiera a mí para conminarme a apagar el móvil e invitarme a reflexionar sobre si la necesidad de mirar los mensajes era imperiosa o no (buscando con ello una condescendiente y tonta complicidad) me molestó bastante, porque parecía indicar que era lo máximo que  como público poco ducho en cuestiones filosóficas (inexperta pero no estúpida) y nada habituado a la reflexión, se me podía exigir.

Desaprovechar la oportunidad de extrapolar la obra al momento político en que nos encontramos indica un deseo deliberado de evitar polémicas que, desde mi punto de vista, choca frontalmente con la misión de denuncia que se espera de toda manifestación cultural y artística, pero especialmente del teatro.

Por tanto, sí, me acuso de pensar que a este Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano, le falta información, le falta crítica y  le falta compromiso.

Y lo peor es que no me arrepiento.

Comentarios