Opinión

Sobrevivir a la Navidad

Todos los años se extiende por la ciudad una tontería general, altamente contagiosa, provocada por el virus Natale, que antaño solía llegar, religiosamente, el 25 de diciembre pero que, hogaño, cada vez adelanta más su regreso (no es lo mismo viajar en trineo que hacerlo en AVE o vuelo low-cost).

Los compañeros de trabajo, esos mismos que se pasan los restantes 11 meses poniéndote (no literalmente) la pierna encima, desempolvan una sonrisa fija, algo ajada por falta de uso, y siguen cortándote trajes a medida, sí, pero con la alegría y solidaridad (lo hacen con toda la plantilla para que nadie se sienta excluido) que caracterizan al espíritu navideño.

En la previa a la comida de empresa (si te apuntas eres un pelota, si no lo haces un antisocial), durante la cual cerveza y vino corren que se las pelan, el gerente se te acerca para obsequiarte con unas conciliadoras palmaditas en la espalda que, habituado a los rapapolvos, no puedes evitar recibir con el pelo erizado y el lomo arqueado como los gatos. Menos mal que si esperas hasta el final de la celebración el ridículo que suele hacer el jefe cuando va bien cocido suele compensarte de tanta incomodidad.

Pareciera que, por unos días, la silueta ideal fuese la del señor gordo que llegó del frío, porque se come y se cena como si no fuera a haber un mañana. Ya vendrá enero con su famosa cuesta, que tanto cuesta, y los odiosos propósitos de primeros de año (adelgazar, practicar deporte, aprender idiomas, etc.) que todos formulamos y pocos cumplimos.

Y no hablemos de esa inocente moda llamada, eufemísticamente, amigo invisible. Si te toca alguien a quien aprecias, cualquier regalo que se te ocurra excede, con mucho, el precio pactado. Cuando sacas el nombre de una persona que detestas, más divertido, no solo cubres el expediente en los chinos de la esquina sino que, de paso, haces todo lo posible para que la doble intención quede patente y el cachivache en cuestión suponga un auténtico puyazo para quien lo recibe.

A los atascos, el gentío y la excesiva iluminación navideña (¿quien dijo pobreza energética?) se une el castigo de esos soniquetes que te taladran el cerebro en tiendas, supermercados y centros comerciales. Nada de Diana Krall, Michael Bublé o Raphael y su famoso Tamborilero. En su lugar, chillonas voces o repelentes coros de niños que entonan, sin mesura, machacones villancicos que, a poco que te fijes en la letra, te vuelven turulato. ¿Qué no? Si yo les canto:

Pero mira cómo beben los peces en el río. 

Pero mira cómo beben por ver al Dios nacido 

Beben y beben y vuelven a beber

Los peces en el río por ver a Dios nacer.

Esa sencilla estrofa, ¿no les genera un montón de preguntas? Pues a mí sí: ¿Quién me incita a que mire tanto? ¿Qué beben los peces? Si la causa es ver al Dios nacido, ¿beben para celebrarlo o para olvidar? Si beben y beben y vuelven a beber ¿lo hacen porque padecen algún tipo de adicción o porque tienen resaca? ¿Cómo pueden ver a Dios nacer desde el río? ¿Es por qué a la Virgen, al tratarse de un embarazo milagroso, y por tanto de bajo riesgo, el ginecólogo de Belén le recomendó el parto en el agua?

¡Bufs!

Menos mal que siempre nos quedará el roscón de Reyes...

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