Opinión

¿Por quién doblan las campanas?

Los rituales (protocolos que las personas realizan en momentos y lugares señalados) son serios, estilizados, repetitivos y estereotipados, rasgos todos ...

“¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?   

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”, John Donne (1572-1631), poeta prosista y clérigo inglés.

Los rituales (protocolos que las personas realizan en momentos y lugares señalados) son serios, estilizados, repetitivos y estereotipados, rasgos todos ellos que comparten con las representaciones teatrales. La diferencia entre ambos radica en que los primeros son actos sociales que en vez de audiencia tienen personas que, por el simple hecho de participar en un acto público conjunto, expresan su aceptación de un orden social y moral común que trasciende su estatus como individuos. Repetidos año tras año, generación tras generación, los rituales perpetúan creencias y valores.

Drama personal aparte, morir es un rito social en todos los sentidos. Antaño, cuando un enfermo presentía que se acercaba el final era habitual que llamara a familiares y amigos para comunicarles sus últimos deseos y despedirse. Éstos, como demostración de cariño y respeto, acompañaban al agonizante con cantos y rezos hasta que fallecía.

Hoy en día resulta casi imposible vivenciar el rito personal y social de la muerte. Los enfermos ya no fallecen en sus casas, rodeados de sus seres queridos, sino en fríos hospitales, conectados a tubos y maquinas, solos. Los avances médicos y los cambios en la estructura social, que han transformado la familia tradicional extensa (varias generaciones conviviendo) en otra mucho más reducida (familia nuclear) y autónoma, han contribuido a deshumanizar el final de la existencia. La cultural tanatorial, el negocio de la muerte, ha trasladado la expresión del dolor por la pérdida (velatorio del difunto y pésame a los familiares) del hogar a la casa funeraria.

Pero no todo se ha perdido en la noche de los tiempos. Hay tradiciones que nunca desaparecerán, afortunadamente, porque forman parte de la identidad cultural del mundo rural...

El ligero descenso de la temperatura, en este otoño interminable, inauguró la temporada de decesos en la localidad. Los tres fallecimientos, prácticamente seguidos, activaron el protocolo social en torno a la ceremonia de la muerte, homenaje a un pasado compartido, cuya capacidad de movilización y respuesta supera con creces la de bodas y bautizos, celebración de la vida y el futuro, porque, entre otras cosas, para los funerales no se precisa invitación.

En los pequeños municipios manchegos solo la campana de la iglesia tocando a muerto, con su talán triste y lastimero, rompe el abrigado letargo de los meses invernales, respetado rigurosamente a la espera de que la llegada de las estaciones más calidas proporcione al organismo nuevas reservas energéticas que insuflen ganas de salir y relacionarse.

El toque de difuntos al alba, clamor lúgubre y afligido que sobrecoge a cuantos lo escuchan, avisando del deceso de algún vecino, cambia el ritmo de los habitantes del pueblo que, prestos a presentar sus respetos al fallecido y dar el pésame a los familiares, se engalanan para el duelo.

Hombres encorvados, arrugados, resecos, empañados en no dejarse vencer por el peso de los años. Hombres que, tercamente, plantan cara a la Parca que, ante tanta obstinación, solo puede tirar de paciencia y esperar su turno.

Mujeres apegadas a la tierra, a la costumbre. Mujeres resueltas, dotadas de un pragmatismo salvaje revestido de resignación cristiana, que les hace aceptar lo que venga, cuando venga y como venga.

Este tañer, vetusto sistema de comunicación, ya no resuena en la ciudad: la voz de la campana se ha perdido entre el ruido del tráfico y la prisa de la gente que, a fuerza de vivir instalada en un permanente ruido, se ha deshabituado a escuchar los sonidos que rompen el silencio.

Acompañamiento del difunto. Un monótono orar pasando las cuentas del rosario (Padrenuestros por las grandes y Avemarías por las pequeñas), letanías de la Virgen al final, y conversaciones en voz baja, casi un murmullo, sin perder detalle de lo que ocurre alrededor.

Sí tras una minuciosa comparación con sus coetáneos, andadores y garrotas incluidas, los asistentes concluyen que no están tan mal para su edad, volverán del velatorio más animosos a sus hogares (¡el muerto al hoyo y el vivo al bollo!), convencidos de que aún les queda mucho para pasar a formar parte del corral de los quietos, maravilloso eufemismo empleado por una señora de 84 años para referirse al cementerio.

¡No me dirán que la expresión no tiene gracia!

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