Opinión

Gloria a Pedro Almodóvar

Hubo una época durante la que estuve convencida de que Pedro Almodóvar era uno de esos directores inmunes a las medias tintas: o lo amabas o lo odiabas. 

Hace tiempo que no pienso así.

La movida madrileña, ese movimiento contracultural surgido en los años ochenta, nació con una sola regla (que no había ninguna) y ya fuera en la moda, la música, la fotografía o el cine, subirse a su carro exigía un peaje (compuesto, a partes iguales, de innovación, rebeldía y capacidad para escandalizar) que no solo se debía sino que se quería pagar. 

Atrás quedaba la dictadura franquista y el ansia de experimentar convertía toda manifestación artística en una oda a la libertad, una búsqueda de nuevas formas para expresar, sin censura, los deseos, sentimientos y anhelos de siempre. Así lo definió el propio Pedro: «No éramos una generación; éramos un movimiento artístico; no éramos un grupo con una ideología concreta. Éramos simplemente un puñado de gente que coincidió en uno de los momentos más explosivos del país».

Una buena parte del público español no estaba preparado para el cine colorido, estridente, deliberadamente choni y desatado de su primera época: inclasificables Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (su opera prima) y Laberinto de pasiones; deliberadamente provocadora Entre tinieblas; Que he hecho yo para merecer esto un aperitivo castizo de su inequívoca genialidad; Mujeres al borde de un ataque de nervios, la más divertida, lo situó en la senda del reconocimiento (Goya a la mejor película de 1988); Átame, una de mis favoritas, más cercana al drama que a la comedia,  le valió 15 nominaciones a los Goya pero ningún premio (el desafecto entre el director y la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España comenzaba a gestarse). 

Tacones lejanos, con su estética, maravilloso vestuario y banda sonora, grabó para siempre en mi memoria dos escenas interpretadas por dos grandes divas: Miguel Bose cantando Un año de amor y la elegantísima Marisa Paredes cantando Piensa en mí. La voz la ponía mi adorada Luz Casal. 

Probablemente no entendí Kika (película desmadejada, psicópata y esperpéntica) pero lo cierto es que me provocó un gran rechazo. 

Ahí me distancié y dejé pasar, sin remordimientos, la siguiente hornada almodovariana (La flor de mi secreto, Hable con ella, Todo sobre mi madre, Carne trémula y La mala educación).

Hasta ese momento había pensado que Pedro, nacido y criado en Calzada de Calatrava (Ciudad Real), se había pasado media vida intentando sacudirse la pátina rural y demostrar al mundo que se había transformado en un urbanita de pro: el más loco, el más irreverente, el más moderno. Pero… ¿también el más feliz?

Tal vez se cansó de huir, de representar un papel que ya le hastiaba o simplemente, enfermo de nostalgia, decidió asumir quien era.

Cuando comprendió que «veinte años no es nada» decidió Volver y el resultado fue la que es, y será siempre, su mejor película.

Con el regreso a la llanura manchega, el calor asfixiante y el frío seco, los días ventosos con el solano (viento solano, en invierno y en verano) soplando sin tregua y poniendo las cabezas locas, la siesta, tomar el fresco en la puerta de las casas cuando anochece, las vecinas cotillas, limpiar las lapidas en el cementerio la víspera de Todos los Santos, Almodóvar se abrió en canal y bordo Volver con hilos invisibles que hablaban de su infancia, sus miedos y anhelos, la deuda contraída con todas esas mujeres de su niñez que lo arroparon y, sobre todo, del amor incondicional, inmenso, por su madre.

Volver, su trabajo más íntimo y personal, lo encumbró a él pero también le dio a Penélope Cruz la posibilidad de brillar como nunca más lo ha vuelto a hacer. Con su papel de Raimunda, una manchega que vive en Madrid, casada con un obrero en paro y con una hija adolescente, Almodóvar no solo consiguió que Penélope luciera más hermosa y fascinante que nunca, sino que hizo que su interpretación de mujer fuerte y sufrida la igualara a actrices como Sofía Loren en Dos mujeres, de Vittorio De Sica, o Ana Magnani en La rosa tatuada de Daniel Mann. ¡Ahí es nada!

Pedro volvió «con la frente marchita» pero emergió limpio y puro como las sabanas tendidas al sol que el viento hace ondear y resplandecer.

A tanto esplendor le siguió una nueva etapa decepcionante con películas como La piel que habito, Los amantes pasajeros o Julieta sobre la cual escribí: «su visionado produce un fallo en el sistema nervioso del espectador y eso hace que, pese a ser el tema central de la historia la separación y la pérdida, sea transitoria o definitiva, la película te deje completamente fría, casi inerte (…) Almodóvar, desertor de la era, hombre de tierra adentro, no logra transmitirnos ni el respeto, ni la fascinación, ni esa irreversible atracción que los hombres de mar experimentan hacia ese elemento que es su vida y para muchos también su muerte».

Dolor y gloria (Salvador Mallo, un director de cine enfermo y en su ocaso, recuerda fragmentos de su vida, como su infancia en un pueblo de Valencia, el despertar del deseo adolescente o su primer amor adulto), recupera al Almodóvar de Volver. Es una especie de testamento vital o confesión donde habla del amor, su perdida, el arte, el bloqueo creativo, la culpa y el miedo a la enfermedad, la soledad y la muerte.

Lo más hermoso de la película vuelve a ser la figura de la madre a quien dan vida, en esta ocasión, Penélope Cruz y Julieta Serrano (Goya a la Mejor actriz de reparto 2020). Lo más emotivo el monólogo teatral que interpreta Asier Etxeandia.

Los que amamos el cine le debemos mucho a Almodóvar. Mucho.

Por eso deseo que se vea libre de todo dolor porque la GLORIA, con mayúsculas, ya la ha alcanzado.

¡Enhorabuena Pedro!

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