Opinión

El renacido

Pedro Sánchez vuelve a proclamarse, por segunda vez consecutiva, Secretario General del PSOE.

En términos shakesperianos, la cosa va de ser o no ser…

No es el más apto, ni el más idóneo, ni cuenta con el beneplácito de la aristocracia del partido. Es el más guapo (como bien han aprendido las mujeres a lo largo de la historia, la belleza mal gestionada puede convertirse en un auténtico lastre) y el más telegénico, características que en numerosas ocasiones le han valido la burla de unos rivales que, empeñados en condenarlo al ostracismo al más puro estilo griego, olvidaron que ambas son cualidades nada desdeñables en una sociedad acostumbrada a contemplar la vida detrás de una pantalla y en la que se ha impuesto la política como espectáculo.

En esta democracia mediática (donde los líderes políticos se hunden o encumbran según la cuota de pantalla alcanzada en cada una de sus apariciones televisivas), la guerra civil por el liderazgo la ha ganado Pedro gracias al apoyo de la audiencia socialista (cada vez más cansada y desengañada) que, con un contundente porcentaje de participación (92%) y más de la mitad de los votos emitidos, lo ha convertido en el claro triunfador del reality en todas las autonomías salvo en las de sus dos rivales.

Le pese a quien le pese, ha quedado demostrado: mientras que la conexión de Pedro Sánchez con las bases era de 4G (mayor velocidad), Susana Díaz se quedaba sin cobertura en cuanto salía de Andalucía.

Sorpresa, estupor.

¿Y ahora qué hacemos?

Pues toca felicitar a Pedro (evitar pronunciar su nombre no lo hace menos jodido ni real), colaborar con el nuevo líder (insistir, hasta dos veces, en ponerse a disposición del partido disociándolo de su Secretario General no ayuda demasiado a coser ese roto que tanto parecía preocuparnos durante la campaña) y asumir la derrota con la mejor cara posible (hay sonrisas tan forzadas que denotan una falta de humildad rayana en la intolerancia).

Si Susana Díaz se siente secuestrada por Pedro Sánchez y los suyos, más le vale dejarse invadir por el denominado Síndrome de Estocolmo, esa reacción psíquica en la que una persona retenida contra su voluntad termina desarrollando una relación de complicidad con quien la ha secuestrado, llegando, en ocasiones, al extremo de acabar colaborando con los captores para alcanzar sus objetivos porque, en este caso concreto, se supone son los mismos: devolver el prestigio al partido, recuperar la posición que le corresponde en el panorama político actual, ejercer la labor de oposición seria, responsable y constructiva que esperan todos sus votantes (sean afiliados o simpatizantes) y demostrar, si es que son capaces, que más allá de las discrepancias internas, en el PSOE se avanza “todos a una, como en Fuenteovejuna”.

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