Opinión

El hilo invisible

No habrán visto mejor película en 2017, y posiblemente tampoco la verán en2018”.

¡Ya estamos!

Cuando la crítica especializada hace una sentencia tan contundente, y a ti la película en cuestión no solo no te ha gustado sino que te ha parecido francamente tediosa, resulta imposible no preguntarte qué se te ha escapado.

Al principio, por aquello del respeto debido a los expertos, solía pensar que tal vez, solo tal vez, no había entendido la historia, asumiendo con ello, de manera inconsciente, toda la culpa en el problema de mi aburrimiento. Pero el transcurso del tiempo, y la gran cantidad de horas pasadas en la oscuridad de las salas disfrutando de una de mis grandes pasiones, me han proporcionado un criterio propio que escucha lo que otros tienen que decir pero sin que ello determine la elección de la película.

Por sus interpretaciones en La edad de la inocencia y Gangs of New York, ambas de Martin Scorsese, En el nombre del padre de Jim Sheridan o El último mohicano de Michael Mann, una de mis favoritas, hace mucho que Daniel Day-Lewis se coronó como uno de los mejores actores del panorama cinematográfico. A Paul Thomas Anderson debemos películas como Boogie Nights, Magnolia o Puro vicio y The master (ambas protagonizadas por Joaquin Phoenix, otro de sus actores fetiche). El primer encuentro entre estos dos valores seguros nos regaló la magistral There Will Be Blood (Pozos de ambición en España).

Con esos antecedentes, con tanto talento por su parte, y tanta admiración por la mía, nada ni nadie me habría impedido ver El hilo invisible.

Quienes conozcan a Paul Thomas Anderson, saben que su cine es reseco, agrio, descarnado. En sus películas, son ingredientes habituales la música irritante, molesta, y la elección de unos personajes que rara vez se hacen simpáticos al espectador, lo que evita que tomes partido y hace que analices lo que estás viendo en pantalla desde una cierta distancia emocional.

El hilo invisible cumple a rajatabla los estándares andersianos.

Año 1950. En el Londres de la posguerra, Reynolds Woodcock, prestigioso modisto, no solo viste a la realeza y aristocracia británica, sino a toda mujer elegante que se precie y pueda permitírselo.

Es tal la fascinación que este genio de la “haute couture”, siente por sí mismo y por su obra, que toda su vida gira en torno al proceso creativo. Dedicar tanto tiempo y ardor al trabajo no solo implica un gran sacrificio para él y cuantos lo rodean, sino un importante deterioro en sus relaciones personales. Cuando el nivel de exigencia es tal que llega a rozar lo patológico, la entrega se torna en una obsesión que ahuyenta la felicidad e impide el descanso. La permanente búsqueda de la excelencia ha convertido a Reynolds en un individuo neurótico, maniático, depresivo y egoísta.

Un buen día, en una excursión campestre, el insoportable Reynolds encuentra a Alma, una joven camarera, y queda prendado de su naturalidad y frescura. Pronto la convierte en amante y musa. Cuando el empecinamiento de la joven empieza a alterar su controlada existencia, la relación entre ambos comienza a tambalearse.

Ese es, más o menos, el argumento.

¿Dónde está el problema?

Que se presuponga una relación amorosa capaz de romper la coraza de Woodcock me chirría, porque es algo que no percibí como espectadora. Lo único que vi es que tras la atemperada pasión erótica inicial, a la que el modisto, todo sea dicho, dedica poco tiempo y menos esfuerzo, Alma pasa a ser otra más en la lista de esas amantes que, una vez cumplida su misión de desahogo sexual, por su incapacidad para masticar una crujiente tostada o servirse una taza de café sin hacer el más mínimo ruido, irritan sobremanera al quisquilloso Reynolds.

Sí cuentas con la presencia de una sacrificada hermana, de nombre Cyril, que ha consagrado su vida a lograr que tu existencia se mantenga dentro de un estricto orden y control. Si ella, sin pronunciar jamás una palabra más alta que la otra, se encarga de la intendencia de Chez Woodcock algo que, en su caso, incluye darle puerta a las amantes ocasionales del genio cuando éstas se rebelan contra su papel de silenciosas mujeres florero, cuesta creer que a estas alturas el egocéntrico Reynolds vaya a dejarse atrapar por una mujer de la cual, imbuido de un soplo de aire campestre, se prendó en uno de sus escasos momentos de debilidad.

Es entonces cuando el director se saca de la manga que el hilo invisible que mantiene unida a esta desigual pareja nace de una intoxicación alimentaria que, como suele ocurrir en esos casos, deja al afectado por los suelos y necesitado de cuidados varios. Pero que el amor se fortalezca a base de arcadas y diarreas es algo tan asqueroso y difícil de tragar, nunca mejor dicho, como lo de que seas capaz de besar en la boca a alguien que acaba de vomitar.

¿La vengadora tóxica y el intoxicado voluntario?

Pese a la hermosa fotografía, cuidada ambientación, exquisitez de los vestidos y un Daniel Day-Lewis bordando su papel de insufrible clasista, el desenlace, más que giro argumental un desbarre total, hace que esta retorcida y desagradable relación (nada de amor sino un claro ejemplo de Síndrome de Münchhausen por poder) estalle por las costuras.

El hilo invisible es larga, aburrida y absurda.

No es, en absoluto, la mejor película que he visto en 2017. 

Dudo mucho que vaya a ser la mejor película que veré en 2018.

cartel pelicula

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