Opinión

En busca del tiempo perdido 1: Por el camino de Swann

Tengo 14 años y acurruco mi confusa adolescencia, siempre acompañada de un libro, en el alfeizar interior del pequeño ventanuco que da luz a la escalera de ...

Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas”.

Tengo 14 años y acurruco mi confusa adolescencia, siempre acompañada de un libro, en el alfeizar interior del pequeño ventanuco que da luz a la escalera de acceso a mi casa. Entre sus tapas escondo complejos, miedos e inseguridades, que según cumplo años comienzan a disolverse quedando sus restos adheridos a las páginas de esas novelas que me enseñaron a pensar, cuestionar y aceptarme. ¡Mágico el poder de la lectura! 

Tras varios intentos fallidos, arrepentida de que mi poco tesón me lo impidiera entonces, es ahora cuando, en mi presente de lectora afanosa y comprometida, he decidido partir Por  el camino de Swann.

Pereza de alta cuna, lujuria que no entiende de clases, ira en ocasiones, algo de gula, avaricia encubierta, bastante envidia y mucha soberbia, es lo que se encontrarán quienes, buscando el tiempo perdido, tomen el camino desde Combray por el lado de Méséglise-la-Vineuse.

Pero Marcel no regala su arte.

Al deleite que produce su obra no se llega sin esfuerzo. Sus recuerdos e impresiones laten escondidos en el fondo de largos párrafos, en ocasiones tediosos, cuya lectura desanimará a todos aquellos que, imbuidos del espíritu histérico-nervioso que las nuevas tecnologías han añadido a nuestra vida, se acerquen a Proust sin la capacidad necesaria para realizar una actividad minuciosa, en ocasiones pesada, con perseverancia. Es decir, sin la única virtud capital que el escritor nos exige y que no es otra que la paciencia.

Quien la tenga descubrirá que nadie como Proust, con su prosa de filigrana, diferida en el espacio y el tiempo, para enseñarnos a disfrutar de la felicidad, el placer o la belleza, que llega a través de los sentidos, del intelecto o del corazón.

Leer Combray, primera parte de Por el camino de Swann, es toda una experiencia sensorial: vista (“el tormentoso color violeta de los viñedos”), un sabor delicioso, una cucharada de té con un trozo de magdalena, gusto, que convierte “las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria” y te ayuda a dejar de sentirte “mediocre, contingente y mortal”, tacto (“apoyaba blandamente mis mejillas en las hermosas mejillas de la almohada, tan llenas y tan frescas, que son como las mejillas mismas de nuestra niñez”), oído (“Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de arriba, y por fin, ese caer que se extiende (…) adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve”), olfato (“Eran habitaciones de esas de provincia que (…) nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito, toda una vida secreta e invisible (…) olores naturales, sí, (…) como de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados”).

En la segunda parte asistimos a una clase magistral de Proust sobre las costumbres de las clases sociales. Una crónica en rosa en la que, desde las veladas más elegantes y exclusivas en palacios aristocráticos, hasta las más chabacanas, pero igualmente exclusivas, en el saloncito de los Verdurín, conoceremos a una variada representación de la sociedad de la época. Príncipes y princesas, de Guermantes o de otros lares, arrogantes nobles a quienes la sangre autoriza a relacionarse cuando les plazca, donde les plazca y con quien les plazca; burguesones, de banales pensamientos e irrisorias preocupaciones (“bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión, que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza”), apegados a férreas costumbres para diferenciarse de advenedizos de medio pelo; indolentes artistas que, a cambio de apetitosos almuerzos, someten gustosos su intelecto y genio a ordinarios mecenas que los exhiben cual piezas exóticas para alumbrar su círculo de íntimos; coloridas cocottes, entretenidas, prostitutas muy bien relacionadas, siempre a la caza de algún incauto y rico marido; toscos criados derrochando la sabiduría propia de la inteligencia no cultivada... En medio de todos ellos el narrador y su familia junto a Swann y la suya, el cogollito de la novela.

Arte, pasiones, relaciones humanas y el tiempo.

Vivirán el transcurrir inconstante y caprichoso de ese tiempo que salta, se dilata y contrae, a golpe de sensaciones; degustarán su textura, porque olores y sabores son los alfileres con los que Proust fija el recuerdo en la memoria: “cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.

Mientras que Proust deja que el tiempo avance a su libre albedrío, nunca lineal, en un devenir alegre y despreocupado, Thomas Mann (para muchos su continuador), pesimista, sabedor de que el ser humano se encamina hacia su destrucción, hacia la muerte de la razón y el triunfo de la barbarie, en un acto de infinita tristeza, intenta detenerlo a la sombra de su Montaña Mágica.

Les recomiendo À la recherche du temps perdu, una novela exigente, sí, pero cuya lectura les reportará una gran satisfacción. Basta con ver la precisión y belleza con la que Marcel es capaz de expresar en palabras las situaciones más cotidianas de la existencia. Vean sino: “Hay días montuosos, difíciles, y tardamos mucho en trepar por ellos; y hay otros cuesta abajo, por donde podemos bajar a toda marcha cantando”.

¡Nada como leer a los clásicos!

Como se acerca el 23 de abril, San Jorge, y yo he puesto el libro, puede que alguien, si le ha gustado mi recomendación, me regale una rosa aunque sea virtual.

¡Nunca se sabe!

CARATULA LIBRO

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