Opinión

Bukowski

“El beber era lo único que evitaba que un hombre se sintiera desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndose paso a tajos. Y nada era interesante, nada. Todo el mundo era igual, reprimiéndose y controlándose. Y yo tenía que vivir con esos mamones el resto de mis días, pensé”, La senda del perdedor.

El 16 de agosto de 2019 se cumplieron noventa y nueve años  del nacimiento de Heinrich Karl Bukowski, conocido como Henry Charles, poeta y escritor alemán nacionalizado estadounidense.

Despreciado por unos, idolatratado por otros y utilizado por algunos que, pese a no haber leído jamás sus libros, citan sus frases como si del mantra de la intelectualidad se tratara, Bukowski fue empujado por todos ellos hasta la cima del Olimpo literario.

Por escribir sobre sí mismo, un hombre corriente (la mayoría de su obra es autobiográfica), y narrar con un lenguaje parco, seco, la cotidianidad de las relaciones humanas (familiares, amistosas, sexuales o laborales) sin molestarse en embellecerlas, casi revolcándose en la fealdad que, en ocasiones, subyace en ellas, se le consideró el máximo exponente de un nuevo género literario, el realismo sucio, que desde su nacimiento contó con tantos adeptos como detractores.

A través de su alter ego Henry Chinaski (borracho, pendenciero, mujeriego, ludópata y emborronador inconstante, aunque prolífico, de cuartillas manchadas de vino),  Bukowski fue contándole al mundo, sin escatimar en anécdotas soeces y detalles que estomagan, los pormenores de su vida y milagros. Porque casi lo fue, milagroso me refiero, que fuera capaz de una producción literaria tan amplia (novelas, relatos cortos, poemas, crónicas y ensayos) alguien que se pasó más de la mitad de la existencia en brazos del dios Baco.

En La senda del perdedor Bukowski narra los primeros años de la vida de Henry Chinaski en Los Ángeles (ciudad tan amada como odiada) durante los años de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.

La callada y solitaria infancia (“no tenía amigos en la escuela, tampoco los quería. Me sentía mejor yendo solo”) con sus sorprendentes descubrimientos, vía patio de colegio, que matan la inocencia (“me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre”). 

La confusa y violenta adolescencia con las primeras peleas, los primeros escarceos sexuales, los primeros coqueteos con el alcohol en el sótano de Baldy (“Me puse bajo otro barril  tome un trago. Me levante (…) Nunca me había sentado tan bien. Era mejor que masturbarse (…) ¿Por qué nadie me había hablado de esto? Con ello la vida era grandiosa, el hombre era perfecto, nada podía afectarle”) y la creciente adicción, ávida, descontrolada, a la lectura (“Era magnifico leerlos a todos [D.H. Lawrence, Huxley, G.B. Shaw, Dos Passos, Hemingway]. Mostraban como los pensamientos y las palabras podían ser fascinantes, aunque fuera inútiles”).

El desencanto temprano en la juventud (“el ambiente de toda la universidad era blandengue (…) te hacían empollar un montón de teoría y no te contaban lo dura que era la calle”), el deseo de escribir y el convencimiento absoluto de no encajar (“Estamos en 1940. Todavía están publicando basura del siglo XIX, pesada, elaborada, pretenciosa. O bien te entra dolor de cabeza leyéndola o bien te quedas dormido”).

Tres etapas marcadas por la relación con su padre, un hombre grande de casi dos metros (“A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba”), plagada de incontables palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes hasta el día en que dejó de temerle (“Me golpeó de nuevo. Pero las lagrimas no se produjeron (…) Pensé en matarle (…) En un par de años podría darle muerte a golpes. Pero lo deseaba en ese momento. El era un don nadie. Yo debía de ser un niño adoptado. Me golpeo de nuevo. El dolor aún persistía, pero el miedo se había desvanecido”). Tenía 15 años.

Factótum se centra en la juventud, empapada en vino, de Henry, Hank, Chinaski: encadenamiento de trabajos temporales, obsesión por el sexo, creciente afición a las apuestas en las carreras de caballos y la persecución errática, a trompicones, del sueño de ser escritor. 

Saqué la novela de la biblioteca. El libro estaba desconchado, manoseado, incluso subrayado por alguien que carece de respeto por lo público. Nada que desentone con el contenido. Es más, le da cierta prestancia. Casi puedes imaginarte al “guarro” de Bukowski, con su sonrisa ebria y sus ebrios ojos verdes, brindando a la salud de todas las personas por cuyas manos ha pasado ese ejemplar, disfrutando, trago va trago viene, de la mezcla de estupor, diversión y asco que su lectura suele provocar.

¿No me creen? Pues aquí les reproduzco el párrafo que el lector o lectora desconsiderado marcó sin ningún reparo (aviso, su contenido, altamente sexual, puede herir algunas sensibilidades): “Mi pene se alzó; ella gruñía, me mordió. Grité, la agarré del pelo, la aparté de mí. Me levanté en el centro de la habitación, herido y aterrorizado. En la radio sonaba una sinfonía de Mahler. Antes de que pudiera hacer nada, ella estaba otra vez de rodillas mamándomela. Me estrujaba los huevos sin piedad con ambas manos. Su boca se abrió, me atrapó; su cabeza subía, bajaba, chupaba. Dándole un tremendo tirón a mis pelotas al tiempo que casi cercenaba mi polla por la mitad, me forzó a echarme al suelo. Los sonidos de succión invadían la habitación mientras en mi radio sonaba Mahler. Me sentía como si estuviese siendo devorado por una fiera inclemente. Mi picha se levantó, cubierta de esputo y sangre. La vista de la misma la hizo caer en el frenesí. Sentí como si se me estuviesen comiendo vivo”.

Factótum es sexo, sí, pero también es una crítica mordaz del trabajo, como elemento vertebrador de la vida de las personas, y de su ética porque, al promover un único comportamiento moralmente correcto, anula toda posibilidad de crítica o cuestionamiento y convierte a los individuos en mansos. El trabajo somete, adocena, agota, crea rebaño. Factótum es sexo, sí, pero también es la defensa locuaz, en ocasiones hilarante, de la ética del ”no trabajo”.

Al igual que le ocurría a su padre, a Chinaski/ Bukowski no le gustaba la gente.

Tanto en La senda del perdedor (“Y al mirar el porvenir, me gustaba muy poco lo que veía. Yo no era un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era agradable sentarse solo en un recinto pequeño y beber y fumar”) como en Factótum (“Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba”), el autor/protagonista deja claro que la soledad nunca fue un problema para él: “Siempre supe hacerme compañía”.

El ensañamiento de Bukowski con objetos, relaciones y personas, su crudeza, sordidez e insensibilidad, no son aptos para todos los públicos. 

Ustedes deciden.

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