Una riada de ruindad
No se sabe dónde se hallaba Carlos Mazón mientras sus conciudadanos se ahogaban sin remedio, pero sí dónde no estaba: Donde debía. Esto es, tratando de evitar. o de paliar siquiera, la catástrofe. No es que se le pagara, y demasiado bien por cierto, por hacer lo que no hizo y por estar donde no estuvo, sino que por el extremo de bellaquería al que ha escalado desde entonces, mintiendo en cascada en el intento de eludir su responsabilidad, aquellos ahogados siguen flotando sin reposo en las lágrimas de quienes los lloran.
No se sabe de qué habló con su interlocutora durante el interminable almuerzo, pero sí de qué no habló: de lo que estaba ocurriendo en su comunidad, extramuros de su indiferencia. Recibía llamadas según su acompañante durante la comilona, pero no manifestaba, según la misma fuente, ninguna preocupación ni sentimiento. No se sabe qué hizo allí horas y horas, hasta cuatro, pero sí que se hallaba escondido de la realidad en El Ventorro.
Tampoco se sabe qué comió, qué o cuánto libó, qué costó la fiesta, pero sí se sabe que cuando salió de allí, cuando los muertos por la riada se contaban ya por docenas y cuando muchos vivos iban a morir por falta de aviso y de socorro, no se dio ninguna prisa en llegar al centro de emergencias de donde, en puridad, no se debía haber movido en todo el infausto día.
No se sabe, menos por falta de conocimiento que por lo mucho que repugna a la razón, cómo es posible que ese tipo siga presidiendo la comunidad que abandonó a su suerte, pero sí se sabe que sigue ahí. Ni su partido, ni su otro partido, Vox, que le sostiene, le han echado, y tampoco las masivas manifestaciones ciudadanas pidiendo su dimisión y su eventual procesamiento, han conseguido sacarle de El Ventorro en el que simbólicamente permanece, y sigue ahí.
No se sabe, en fin, cómo ha podido la política, por muy estólida y sectaria que hoy sea, permitir semejante grado de ruindad en su seno. 229 seres humanos, el fruto de esa vileza, ya no podrán saberlo jamás.