El partido de Miami

Si descabellado es disputar la Supercopa de España en Arabia Saudita, ¿qué decir de la decisión de jugar el partido Villarreal-Barcelona, correspondiente a la 17ª jornada de la Primera División de la Liga española, en Miami? Descabellada también es, pero eso no habría de sorprender gran cosa en un mundo fatalmente descabellado si no fuera porque también es corruptora, ridícula y obscena. El dinero, que anda en el orígen de esa chaladura, es lo que le confiere toda esa porción de adjetivos.

La Liga de fútbol se articula, en atención a la equidad que exige su naturaleza, en dos rondas, en cada una de las cuales todos los equipos participantes se enfrentan entre sí, en una como locales y en otra como visitantes, esto es, en casa y fuera. Jugar en casa, como se sabe desde siempre y está, además, estadísticamente demostrado, comporta una cierta ventaja merced a la presión social del público asistente, una presión que percute positivamente tanto en el ánimo de los jugadores locales como en el del árbitro, que en no pocas ocasiones pita «de oído» a favor de éstos por el fragor, o el rugido, del respetable. Sin ese doble enfrentamiento que equilibra para todos los equipos las ventajas y los inconvenientes, la competición se desvirtúa, se corrompe, y en éste caso de cambiar la ciudad levantina de la cerámica por Miami, se ridiculiza a sí misma. La obscenidad viene del dinero con que se compra la decencia deportiva.

Javier Tebas, el presidente de La Liga, el organismo rector que con ésta decisión abandona toda rectitud, ha dicho que lo de Miami es «un paso histórico que proyecta la Liga a otra dimensión», y no le falta razón al hombre. Lo que pasa es que en esa otra dimensión no cabe la justicia, ni el decoro, ni las emociones y los sentimientos de los aficionados, aunque éstos sean, como son los de la pasión futbolística, elementales. El 20 de diciembre, cuando se juegue el Villarreal-Barça en Miami, los seguidores del equipo local al que se despoja de esa condición no podrán acudir a su estadio con el bocadillo para el descanso y la ilusión en la victoria del submarino amarillo, contribuyendo a ella. Al Villarreal se le roba la entrañable ventaja de jugar en casa, y al público la figurada camiseta con el 12 a la espalda. Y todo por un puñado de dólares.

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