Opinión

Propósitos y enmiendas

Cuando el exceso de calendarios no nos había atiborrado de escepticismo, el día de año nuevo era una buena jornada para definir proyectos. Al fin y al cabo, un año por estrenar representa la misma sensación lustral de comenzar un cuaderno nuevo, cuando vivíamos inmersos en la piscina de la inocencia escolar.

Es una fecha excelente para intentar dejar de fumar, aprender inglés de una vez por todas, romper definitivamente una relación o, todo lo contrario, intentar consolidarla con el matrimonio.

Los propósitos de enmienda, y los acabados de estrenar, se entremezclaban en una especie de mensaje a la esperanza, y en el paquete iban, desde la convicción de ir todos los días al gimnasio hasta la renuncia a las bebidas espirituosas. Toda esta programación, lo que podríamos llamar el proyecto de vida, declinaba a mediados de febrero, y seguíamos fumando, no íbamos regularmente a clase de inglés, ni al gimnasio, y nos atizábamos unos whiskys que nos convencían de que renunciar a los proyectos no es traicionarse a sí mismo, sino tener la entereza de querer ser feliz sin renuncias.

Ayer, un buen amigo, Ernesto Sáenz de Buruaga, cuando nos despedíamos hasta el sábado o el lunes, me sopló que su proyecto era seguir estando vivos, y seguir conviviendo con la familia y los amigos. Me pareció tan realista como razonable, y acorde con el cambio tremendo que ha trastocado nuestras vidas, y nos ha enseñado que vivir es algo más duro que sentir la desazón de haberte dejado el móvil en casa.

Un sector considerable de la sociedad del primer mundo conoce hoy las penurias del tercer mundo, y las sofisticaciones empiezan a es estar fuera de lugar. Es entonces cuando la vida nos recuerda que el propósito principal es nuestra supervivencia. La de todos. A pesar de observar que la casta política sigue ciega su camino, caminando sobre decenas de miles de cadáveres, como si nada hubiera ocurrido.

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