Opinión

La cruda realidad

No es necesario señalar lo obvio: la agresividad en nuestro país va en aumento. ¡Qué cosas se ven en Twitter!

Parece el regreso de los bárbaros, si es que alguna vez se fueron.

Esa red, donde también circulan buenas ideas, mensajes inteligentes, y curiosidades que ilustran, se ha llenado sin embargo de vándalos tatuados hasta los dientes y fuera de sí.

Los hay incluso que escupen alcohol en aspersión bautismal sobre la feligresía compacta. Y es que la barbarie también tiene sus sacerdotes y ceremonias.

Otros hay que en vez de estar recogiendo remolacha, se pasan el día apostados a la puerta de algún personaje público, para insultarlo y amenazarlo.

No sé si ese trabajo a tiempo completo está financiado de alguna forma, o rinde algún beneficio, algo que llevarse a la boca.

Desde luego hay fenómenos que parecen relacionados íntimamente en esta posmodernidad tan averiada que nos ha tocado vivir. Por ejemplo el deterioro de la educación, el aumento y éxito de la telebasura, y la proliferación de la idiotez agresiva.

En cuanto a la telebasura, otra cosa no tendremos en nuestro país, pero telebasura ... ¡Para dar y regalar! ¿Y el éxito que tiene?

¡Pan y circo!

Tampoco creo necesario llamar la atención sobre una relación conocida de antaño: la que une en oscura y siniestra camaradería la frustración y la agresividad.

Allí donde la frustración crece, lo hace también la agresividad. Es algo así como la olla a presión donde cocemos las legumbres.

Cuando determinadas emociones nublan nuestra mente es más probable que tengamos una visión distorsionada de los hechos. Y cuando no percibimos con claridad la realidad que nos rodea es más probable que cometamos errores.

Al final entramos en una especie de espiral que se mueve de la frustración a la agresividad, y viceversa, pasando por la desorientación o la alucinación colectiva.

Llegados a este punto, lo difícil es pararse a pensar, es decir, respirar profundo tres veces (o mejor cuatro) y reflexionar con sosiego para dispersar esas nubes de nuestra mente calenturienta.

Nos han dicho que la pandemia no existe, que no es real, que es un invento con mucha publicidad engañosa. Se comprende que quien así lo haya creído ahora se sienta frustrado y confuso. Y por ello mismo ande irritado y descompuesto en busca de culpables.

Hubo poderes económicos muy influyentes que primero intentaron impedir el estado de alarma, y luego nunca dejaron de exigir imperiosamente al gobierno su anulación inmediata, aunque se observaran sus efectos beneficiosos sobre la famosa curva.

Afirmaron con rotundidad epidemiológica que con el fin del estado de alarma y del confinamiento vendrían las soluciones y toda clase de bendiciones a nuestro país, incluido el turismo, porque muy en su línea ideológica, según la cual el Estado es el problema, también el confinamiento que reclamaba el buen control de la pandemia, era el problema, y no el virus.

Parece que su visión del asunto era demasiado limitada, o sesgada, o torpe. Desde luego su pronóstico ha sido todo un fiasco.

No parece que el problema sea tan sencillo como afirmaban.

Hubo quien dijo que la mascarilla era innecesaria, o incluso quien ha alentado a que no se use, y en ello insisten aún. Quienes se han situado en esa ficción peligrosa es muy probable que se den un batacazo tras otro, y del golpe salgan con las ideas aún más confusas.

Algunos presidentes autonómicos se jactaron en su día de saber hacerlo mucho mejor que el gobierno central en la lucha contra la COVID, y pedían precisamente eso, poder hacer, que les dejaran a ellos.

Al día de hoy, en que han podido hacer según sus competencias y deseos, aquella afirmación, bastante temeraria, no parece corresponderse con la realidad, y piden auxilio, volver a la situación previa en que quien decidía y asumía la responsabilidad era el gobierno central.

Son como niños.

Como vemos, los motivos para la frustración no faltan, y para colmo esta frustración viene facilitada por una percepción distorsionada de los hechos, en la que no son pocos los que colaboran.

Sin duda hay otros motivos que pueden enturbiar nuestro ánimo, aún con una percepción bien orientada de la realidad. Cuando somos conscientes de la precariedad y fragilidad de nuestros servicios públicos, en contraste con lo mucho que medra la corrupción en nuestro país y el fraude que preside nuestra política de impuestos, en vez de ofuscarnos debemos desperezarnos y encontrar en ello motivo para la acción.

Se necesita con urgencia promover una actitud adulta y responsable que desde el análisis de los hechos reales apunte a soluciones verdaderas.
El problema está en no acertar con el origen y naturaleza de nuestros males. Si no se acierta en esto las soluciones serán impotentes, y los problemas tendrán larga vida.

En resumen: es un poco infantil negar la cruda realidad porque la ficción es más placentera.

Lo que no es inocente es mentir a conciencia por intereses políticos o de otro tipo, colaborando así a aumentar el caos.

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