¡Felices Fiestas! y ¡Feliz Navidad!
Desde que nací, y de esto hace ya unos cuantos años (Franco estaba aún vivito y coleando, y ejerciendo de dictador), he escuchado, llegadas estas fechas, la expresión ¡Felices fiestas! al alimón y en intercambio feliz con aquella otra de ¡Feliz Navidad!, ambas usadas por la misma persona aleatoriamente y según le salieran del cerebelo en un momento dado, sin más condicionantes externos que el azar.
Eran tiempos inocentes en los que nadie apreciaba un matiz diferencial entre ambas expresiones, y eso que la vigilancia del pecado estaba a la orden del día y formaba parte del programa político.
Hay que ser retorcido y candidato a dictador posmoderno, pero rancio, para considerar que la expresión ¡Felices fiestas! es pecaminosa y poco española.
Esta tontería, que viene a sumarse a otras del mismo cariz, y estos escrúpulos tan a destiempo, son una novedad originaria de la ultraderecha yanqui (esencialmente delirante) que nuestra ultraderecha hiperventilada (poco conocedora de la realidad española) ha copiado servilmente.
Vuelve el nacional-catolicismo filtrado por la mercadotecnia yanqui y a lomos del fundamentalismo de toda la vida. Huele ya a ejercicios espirituales, a sotana rancia, y a aquella asignatura deformante que se llamaba en mi tiempo de bachiller "Formación del espíritu nacional (FEN)“.
A impulsos de estos guerreros de la cultura europea, pero medieval, que aún tienen fobia al Renacimiento y la filosofía griega, todo recobrará el buen sentido tradicional, y comer peladillas (por poner un ejemplo) estará mejor visto que comer mazapanes, los cuales -se acabará delirando- pueden revelar una condición judaizante. No hay nada como la comida (¡Ay de aquel que no coma cerdo!) y la Navidad para descubrir a un hereje.
Acabarán vigilando, como aquellos antiguos "familiares de la inquisición” de los que formó parte interesada Lope de Vega, si los sábados sale humo de la chimenea del vecino.
Todo esto en torno a una batalla cultural que se han inventado (a falta de votos y propuestas sólidas, buenas son distracciones y bulos), pero el caso es que cuando llegamos al punto concreto y profano de los dineros y los beneficios económicos, estos escandalizados fariseos de la última hora son los que luego corren más que nadie a hacer negocios jugosos con Halloween.
Quizás el mayor cambio y la más tremenda mutación que recuerdo de aquella etapa infantil en un hogar proletario, en lo que se refiere a esta materia navideña, es que al cabo de los años, al Belén o al Nacimiento (nombrados así indistintamente), vino a sumarse el árbol de Navidad de un tal Papá Noel, que otras veces se llamaba Santa Claus (¿con "C" o con "K"?) y que nadie sabía muy bien de dónde salía. Aún así se le hizo un hueco en el salón sin ninguna sensación de pecado.
No recuerdo bien si en aquel tiempo ya se empezó a hablar de “guerra cultural” por aquel árbol del Norte que no era precisamente un olivo de Palestina, o si nuestros fanáticos tradicionalistas lo acabaron asumiendo como luego asumirían, en beneficio propio, el divorcio.
Pero quizás lo que mejor recuerda un niño de aquel tiempo es la labor creativa de montar el Belén, con el estímulo para la imaginación que aquello suponía, una ensoñación libre y sostenida sobre montañas de corcho y nieves de harina adornando sus cumbres, y en cuyas vegas feraces, verdes de musgo, discurrían ríos de espejos colocados con sumo arte. Y junto a la estrella mayor o cometa que anunciaba el prodigio, y cuya estela estaba hecha quizás de papel de aluminio, otras estrellas menores hechas con bolas de algodón sanitario pegadas al gran espejo del trinchero, que simulaba el cielo, completaban el cuadro.
La mañana de aquel acto creativo y ritual que esperábamos como los paganos esperaban el solsticio, comenzaba con una salida al campo, brillante y blanco por la cencellada, para escoger junto al padre el mejor musgo y el más mullido que diera categoría a nuestro Nacimiento.
¿Ustedes creen que durante aquellos momentos de goce artístico e ingenuo se enredaba en nuestra tarea creativa -ni por asomo- algún concepto teológico o alguna nube cultural que viniera a hacer sombra a aquel cálido e inocente placer infantil?
Para nada.
Si acaso, nuestras mentes infantiles, que no recalaban en si aquel rito era cristiano, pagano, católico, o mormón, pensaban -eso sí- en el frío -con un escalofrío inconsciente- y en el calorcito que despedían aquellos animales bondadosos en un refugio improvisado y amenazado por el castillo del rey Herodes, que era el malo y que también era impune y libre de cometer fechorías, como los reyes actuales.
Hoy ya adultos, el portal de Belén aún nos trae resonancias benéficas y humanitarias, y nos hace recordar con pesadumbre y dolor a los niños muertos de hipotermia en Palestina ante la indiferencia de los fanáticos.
POSDATA: Las anteriores reflexiones y recuerdos están inspirados por la lectura de un artículo publicado en El País, y firmado por Ángel Munárriz, el día 4 de enero de 2025. Lectura que recomiendo.