Opinión

Este sí es país para viejos

"J. L. C.: - Yo me asombro al ver a esos que van con la Constitución como los requetés con el Cristo, dando mamporros a troche y moche y enarbolándola casi como un hacha en vez de como un símbolo de diálogo" / EL FUTURO NO ES LO QUE ERA, Juan Luis Cebrián; Felipe González.

"F. G.: - Necesitamos alguna plataforma para volver a ponernos de acuerdo, un motivo para reencontrarnos en el consenso y recuperar una lealtad constitucional para con la res publica.

J. L. C.: - El motivo puede ser esa reforma de la Constitución." / EL FUTURO NO ES LO QUE ERA, Juan Luis Cebrián; Felipe González.

Uno ya intuía que los viejos roqueros colapsan en cuanto cuelgan las botas y plantan los pies sobre la mesa del Imperio, estilo Aznar, para comerciar con bombas y llevarse su parte. 

Uno ya percibía, al hilo de la evidencia, que el viejo PSOE es tan viejo que está difunto, y solo lo espabila el batir de alas de una puerta giratoria o el fogonazo de un pelotazo en ciernes. Como proyecto de futuro el mercado, sin más control que el que dicten sus amos.

Uno ya sospechaba, con razonable certidumbre, que todo pragmático que se precie y aspire a político sistémico, ha leído a Maquiavelo con atención y tomando notas, y por tanto y mientras la ética no le coloque un espejo delante matándole del susto, el fin justifica los medios, primer axioma del mercado clásico y también del mercado global. Un solo catecismo y una sola fe. Válido tanto para los negocios como para la política.

Para eso son los estudios técnicos y los masters trucados de dispensa papal. Para eso son las universidades doctrinales de la nueva era (financiera) y los aforamientos de impunidad que allanan el camino del delito. Para acabar coincidiendo con el florentino burócrata en un aforismo, corto, frío y seco: el fin justifica los medios.

Los negocios son los negocios y la guerra -como la política- es un gran negocio.

Aclaremos sin embargo que el aforismo en su literalidad no corresponde a Maquiavelo, aunque si a su pensamiento. Parece que la frase en cuestión corresponde a una anotación de Napoleón Bonaparte, insigne político y modelo de locos, escrita en su ejemplar de “El Príncipe”. Otros la ponen en relación con un aforismo, quizás mal interpretado, del jesuita Hermmann Busenbaum en su obra “Medulla Theologiae moralis” (1645): “Cuando el fin es lícito, también lo son los medios”.

En cualquier caso, si no nos importa, ni poco ni nada, que Merkel decida por todos nosotros y manipule nuestra Constitución a su gusto (con permiso de los bancos alemanes), dóciles siervos de la gleba financiera, tampoco nos importará demasiado proporcionar bombas infanticidas a una dictadura bárbara y teócrata que -dicen- financió al ISIS y a otros terrorismos parejos. 

Una cosa lleva a la otra en un bucle de sólida coherencia y encadenadas servidumbres, y además… aquí no caen las bombas.

¡De momento! 

Si acaso llegan los refugiados y los supervivientes de nuestros estupendos negocios.

Unos sin padres, otros sin hijos, otros ni llegan, quedan en el camino, por ejemplo en el Mediterráneo, la gran fosa de nuestro nuevo orden que como le dijo Borrell a Trump es un espléndido muro. ¿Contra que? ¿Contra la barbarie? La barbarie ya la tenemos y la criamos dentro. Incluso le damos canon y prestigio tecnócrata. Negociar con bombas que matan inocentes es negocio de barbarie.

Este régimen del medievo con limusina, Arabia Saudí, socio preferente de nuestros negocios (el tercer cliente tras la UE y la OTAN), lo mismo degüella un disidente un martes que se echa unas risas con un rey emérito de la caspa hispana al miércoles siguiente. Así están las cosas. Escrúpulos los justos, y ya sobran.

Si Aznar, que tras abrir las puertas de par en par a la corrupción nos metió en una guerra criminal (toda ella un crimen de guerra), con mentiras y sin pedir permiso, comprometiendo nuestra seguridad en beneficio propio, puede dar lecciones magistrales sobre nuestra Constitución sin lavarse las manos, el gobierno del "cambio" puede hacer lo propio con el comercio de la muerte. Comerciar y lavarse las manos.

Y después, tirar de consenso y dar una lección magistral, aunque algo hipócrita, sobre la bondad de nuestra Constitución y la honradez de nuestra democracia. Codo con codo. Oliendo a pólvora. Muertos mediante.

Y en cuanto a la guerra de Irak y su medio millón de muertos, ¿qué mas da? Y por otra parte: ¿a que se dedican las cortes internacionales de justicia si los criminales de guerra quedan impunes, floreciendo en sus negocios infames?

La mayor o menor anomalía del negocio en cuestión (según las tragaderas de cada cual) consiste en que aquí no se comercia con tomates y lechugas sino con muertos inocentes. Como usted y como yo, sin ir más lejos.

Este si es país para viejos (de espíritu), de ahí que no nos importe demasiado masacrar niños ajenos, quizás siguiendo la práctica institucional del Vaticano, guía moral de Occidente, al que tampoco le importó violarlos.

En una reivindicación experta sobre este estado de cosas (y es este estado de cosas el que nos informa donde estamos, los hechos y no la letra), los dos experimentados expresidentes del cotarro (González y Aznar, a los que tantas cosas unen) han coincidido recientemente en un diálogo sobre los pilares de nuestro régimen perfecto. González quizás un poco más abierto a la revisión y la reforma. Al menos de palabra.

Aznar dijo en ese encuentro en el COAM (colegio de arquitectos de Madrid):

"Alegar que la Constitución tiene defectos de origen es un grave error. Yo continué esa historia, defendí los pilares porque los heredé. Es una trayectoria histórica no interrumpida y eso es un factor de éxito de la historia de España". Luego saca a colación como anécdota jugosa una placa de Franco en el palacio de la Moncloa, coexistiendo plácidamente, como ejemplo de lo que quiere decir.

Es decir, la herencia del pasado (franquista) como motivo suficiente para su justificación y pervivencia.

A su vez González, no queriendo quedarse atrás, sentenció: 

"Si alguien piensa que una reforma de la Constitución va a garantizar un demos distinto del pueblo español se equivoca". Se refería con esto a la cuestión catalana, y al “sujeto” de soberanía: el demos. Claro que suena un poco falso remitirse a la soberanía del pueblo cuando nos conviene y despreciarla cuando nos estorba o sospechamos que no coincide con nuestros deseos. O los deseos de los señores de las finanzas, que son los que dictan lo que debemos desear, caso de la reforma exprés del artículo 135 y otras lindezas.

Cuando se rompe la coherencia sin ningún pudor, luego es más difícil hilar fino o con alguna credibilidad. El edificio lógico y moral se desmadeja.

Un signo claro de la vejez de espíritu es no reconocer los cambios cuando se producen o no saber afrontarlos aunque se reconozcan. 

Quien sigue perplejo y sin sacar consecuencias claras del 15M  (y son muchos) padecen de vejez prematura y su correspondiente presbicia.

Otra derivada de ese proceso involutivo y senil es la idealización del pasado: pensar que con nosotros se rompió el molde o, como diría Fukuyama, se acabó la Historia. Una suerte de narcisismo unido a una esclerosis de perspectivas que estenosa el futuro. Cuando nuestros viejos de espíritu miran al futuro solo ven su propio reflejo en el pasado.

Aquel paso o aquel trasvase histórico de un régimen a otro (la llamada Transición) se hizo huyendo y a la carrera, de ahí su sello especial, marcado sobre todo por la urgencia de dejar atrás un pasado fascista. En tales circunstancias, la definición del proyecto no pudo ser definitiva (ninguna Constitución lo es), marcado como estaba por el hecho principal de la huida y la evitación temerosa del riesgo. Fue votada por una mayoría, si, pero en esas circunstancias de desconocimiento relativo y apremiante urgencia presidida por la amenaza.

González, en su libro conjunto con Cebrián, "El futuro no es lo que era", publicado en 2001, viene a reconocer que la transición nuestra, tan alabada, se hizo bajo la amenaza del puño militar. Esto es lo mismo que alabar el miedo o el puño militar, a escoger.

Esa amenaza castrense, de rancia raigambre endémica, se renovó y se refrendó después mediante un golpe poco claro (más bien oscuro) el 23F de 1981. Lloviendo sobre mojado. Miedo sobre amenaza o amenaza sobre miedo. Estos son nuestros pilares.

La pregunta por tanto que se impone es: ¿que pudo salir de allí y con qué calidad democrática, gestado primero y refrendado después en tal estado de amenaza y miedo?
Y consecuentemente con esta realidad reconocida y reconocible, la siguiente pregunta sería: ¿Puede ya acometerse, dando por prescrita dicha amenaza (incompatible con Europa) una reforma no intimidada de nuestra Constitución o incluso una nueva Constitución?

Sin duda esa Constitución es nuestro marco legal, y a través de ella hay que actuar. Sin embargo lo que hoy está en cuestión es su inamovilidad, su inadecuación precaria con nuestro tiempo, su consagrada resistencia a las reformas. Además de alguna que otra impunidad inviolable más propia de un medievo retrógrado y sepulcral. ¿Hemos de preferir la república como forma de Estado para librarnos de esos arcaísmos que nos degradan? En mi opinión, no solo por eso, pero también por eso.

Tanto por su origen (gestada bajo amenaza) como por sus consecuencias (las que hoy sin evidentes) y desde una postura perfectamente democrática, razonable y moderna, debería ser como mínimo revisable y no ver su reforma como un imposible ontológico o un trauma de dimensiones gigantescas.

En otros sitios, quizás más civilizados, dónde no aceptaron heredar determinados pilares cochambrosos y descolgaron las placas fascistas a su tiempo, esos cambios se afrontan con mayor naturalidad y mencionar al referéndum no es mentar al diablo, al menos que consideremos que permitir que la ciudadanía se exprese libremente, cosa que se hace a menudo en los países llamados democráticos de nuestro entorno, solo puede ser una ocurrencia malvada.

Cuando el aspecto sociopolítico más sobresaliente de un país es su corrupción, que no data de ahora, sino que empezó a labrarse un nombre casi desde el principio; cuando la brecha entre representantes y representados es tan profunda (y creciendo) que el político no es la solución sino el problema, en el sentir de muchos; cuando su régimen económico favorece y explota la desigualdad, y entroniza el fraude; cuando su justicia sufre un descrédito imparable, tanto en el interior como en el exterior, colonizada y secuestrada como está por la política, ese país tiene un problema grave y debería hacerse mirar su marco legal, su "régimen", y en definitiva su norma suprema: la Constitución.

No hacerlo es ceguera institucional, o algo más grave: interés estrecho y corporativo.

La vejez de espíritu genera orgullo excesivo y ceguera contraproducente.

Sobre el diálogo del COAM flotaron dos hechos claves, quizás los más sobresalientes de nuestro momento crítico: la crisis-estafa del 2008 y la cuestión catalana (sobre esta ultima conviene leer de nuevo la España invertebrada de Ortega).

La ceguera institucional, quizás deliberada, a la que me refiero, queda de manifiesto en la nula relación que establecen entre ambos hechos los protagonistas del diálogo del COAM. Mutismo total al respecto. Si bien en el diálogo sale a relucir, a iniciativa sobre todo de Soledad Gallego, que dirige el debate, el fracaso absoluto de nuestra Constitución para evitar y dar respuesta (al menos solidaria, si no ya punible) a la estafa del 2008, no se atan los cabos entre esa estafa global (la globalización ha empezado con una gran estafa) y la recidiva de la cuestión catalana a nivel local.

Y es que según yo lo veo la explosión centrifuga que se pone de manifiesto en la crisis catalana (pero no solo ahí, también en el Brexit y en la actual inestabilidad del proyecto europeo) tiene dos componentes: por una parte la huida de una estafa de la que no somos responsables y de la que tampoco queremos ser paganos, en el caso de los bien intencionados. Pero por otra se trataría de una cortina de humo muy oportuna y una huida hacia delante de los dirigentes catalanes que participaron plenamente en el modelo y sistema corrupto que condujo a esa estafa. Una forma de desviar la atención sobre su responsabilidad en los hechos por el socorrido trámite de interponer el velo siempre emotivo de la bandera. Y ya es sabido que el nacionalismo, de aquí y de allá, tiene unos efectos alucinatorios y estupefacientes considerables. Pone en acción nuestro cerebro más arcaico.

Y no hablo de la deseable variedad de culturas, cuyo goce y cultivo es signo de civilización, sino de los que arrean banderazos (o cristazos) a diestro y siniestro, intentando uniformar las conciencias o simplificar las etnias.

La incapacidad o la ceguera deliberada para ver la relación entre estos dos fenómenos (la estafa de 2008 y la cuestión catalana como ejemplo de las múltiples explosiones centrífugas que ha propiciado aquella mal llamada crisis) es lo que facilita la excusa de Aznar para no abordar reformas en la Constitución antes de dar solución a la cuestión catalana.

Es que quizás no habría cuestión catalana (en su última edición) si el modelo, tan cochambroso como reformable, no se hubiera alentado ni se hubiera permitido la corrupción, el fraude, y la estafa de 2008.

En resumen: se hace camino al andar y no solamente recordando las etapas recorridas, por mucho que nos parezcan inmejorables.

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