Opinión

El Estado mínimo

De vez en cuando el Estado mínimo da un discurso. Y hasta parece de verdad, de carne y hueso, casi lo puedes tocar frente a ti, a dos palmos de tu sopa de fideos.

Como si no supiéramos que en el fondo no existe, que solo es un espejismo, una entelequia de la distancia, una distorsión óptica de la realidad. Quizás el Estado mínimo nos habla desde la cálida playa de un paraíso fiscal, reconvertida mediante la tramoya y el truco audiovisual en un frio y serio despacho oficial. 

De esta forma nos hacen creer que el Estado ha viajado desde las Bahamas a nuestro salón para hacernos una visita, o que nosotros hemos viajado hasta la luna en primera clase.

El Estado fue un invento de otro tiempo, que desapareció un viernes por la tarde sin avisar, y no de muerte lenta sino de un día para otro, por libre disposición de los que mandan. Un capricho de nuevos ricos.

Como quien se levanta una mañana con un deseo inconfesable entre ceja y ceja, y dice "hágase la luz", confundiendo quizás las últimas hebras de un mal sueño con las primeras grietas de una realidad inverosímil.

"El problema es el Estado", se decía con total seguridad, casi con arrobo de novicio. El Estado nos roba, el Estado nos cobra impuestos, se predicaba desde cada Tertulia abonada a la tarifa única del pensamiento plano.

Por tanto la solución no podía ser otra que acabar con el Estado, y el Estado mínimo no era sino el paso previo a la victoria final del Estado ausente. Una vez ausente el Estado, los problemas se resolverían por sí solos. Ese era el planteamiento escatológico de los fanáticos. Como ven, una nueva religión, una auténtica fe que la realidad no ha confirmado.

¿Demagogia? ¿Populismo? ¿Posverdad?

No. Alta teología de las escuelas de negocios. Populismo si, pero de alto standing. Borrachera si, pero de wiski caro.

Pensaron los obispos de la nueva religión -quizás sin ninguna razón sólida- que tras desmantelar hospitales, y desmantelar colegios, y desmantelar pensiones y becas, comedores escolares y demás, las banderas del Estado permanecerían indemnes, en eterna erección patriótica. Pero no. En cuanto la gente piensa un poco y une los cabos sueltos, las banderas se desinflan o se enredan con el cable por el que baja el rayo.

Cuando se saquea un Estado y solo se deja la cáscara del protocolo, tiene más bulto que masa, y más apariencia que realidad.

Cuando a un Estado se le amputan las piernas se cae de culo, como todo hijo de vecino, y ya es difícil que se tenga en pie.

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