Hemos visto durante el mes de abril muchos actos de homenaje al libro y a la lectura, sobre todo por el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, en 1616. Presenciamos hasta la saciedad una campaña en la que nuestros políticos leen discursos, perfectamente hilvanados por sus asesores, llenos de lugares comunes, con las referencias intelectuales más evidentes. Lo hacen con la grandilocuencia del que piensa más en el auditorio y en su propia promoción que en la importancia que siempre propicia la cultura. Después de la exaltación de la que hacen gala, vuelven a la calma de la ruindad de la rutina de un contexto, donde reina la vulgaridad y la literatura brilla por su ausencia.
El poco gusto por la lectura en España ya parece un mal endémico, pero esta realidad a nuestros gobernantes no les desagrada, porque así nunca habrá en sus votantes un espíritu crítico hacia sus políticas. Pero lo que más llama la atención es que nunca se considera a la lectura como ese alimento vital para nuestro organismo, porque con la misma variedad de una buena dieta, podemos leer diferentes textos literarios y no literarios, periódicos o novelas, ensayo o poesía. En ocasiones, preferimos sumergirnos en cualquier actividad que no requiera esfuerzo y huimos de toda letra impresa. Para solucionar todo esto, nos deberíamos preguntar por los huecos que ocupa la lectura en nuestra agenda diaria, es decir, cuánto tiempo dedicamos a leer, con el sosiego que requiere ese momento, sea en papel o formato electrónico.