Opinión

Pedro Sánchez arriesga

La derecha española se rasga ahora las vestiduras pero en Cataluña siempre hubo independentistas –minoritarios y básicamente de ERC–, nacionalistas –integrados en CiU– y federalistas –socialistas y comunistas– cuyo nexo común fue el llamado derecho a decidir. De hecho, durante muchos años, el PSC defendió “el derecho a decidir a través de un referéndum acordado en el marco de la legalidad” y situó su propuesta de referéndum en el marco de una reforma de la Constitución para lograr una España federal y buscar un nuevo anclaje de Cataluña y de las otras “naciones federadas”, en alusión al País Vasco y a Galicia. Nada distinto de lo que abanderan ahora los comunes de Podemos, ante el repliegue de un diezmado PSC, que perdió militantes y sobre todo votantes, repartidos entre ERC, Catalunya en Comú Podem y Ciudadanos.

Cuando se hablaba así desde el socialismo democrático, el independentismo era minoritario en Cataluña y la convocatoria del referéndum solo formaba parte de un programa de máximos. Pero tras los recortes del Estatut y el 15-M, el independentismo se abrió paso en las filas nacionalistas y puso sobre la mesa lo que antes era pura retórica. Hoy Cataluña está dividida prácticamente a la mitad entre independentistas y no independentistas, dos grandes grupos no homogéneos. En el primer caso conviven la CUP, ERC y el PDeCAT –la antigua Convergència– y en el segundo hay dos subgrupos: por un lado están los socialistas y los comunes, y por otro, Ciudadanos y el PP. Gobiernan los independentistas del PDeCAT y ERC con el apoyo de la CUP.

Si bien integra a gente de izquierdas, el independentismo –dicho en pocas palabras– es más bien una revolución burguesa, a la que no son ajenos movimientos de base ligados a la Iglesia católica (ANC), el empresariado catalanista (Òmnium Cultural) y sectores radicalizados (CDR). Su cohesión es relativa, pero en la medida que mantenga la unidad el independentismo es mayoritario en el Parlamento de Cataluña.

Esta Cataluña ahora medio independentista fue durante muchos años el segundo granero de votos del PSOE; el primero siempre fue Andalucía. En autonómicas ganaban los nacionalistas y en generales, los socialistas. Hoy los nacionalistas –reconvertidos en independentistas– siguen siendo fuertes en Cataluña pero los socialistas se han venido abajo en España. La intención de Pedro Sánchez, líder del PSOE, es recuperar votos para su partido, para lo cual opta por situarse en un punto medio entre los independentistas y Ciudadanos y el PP, con un matiz importante: la supervivencia política de Sánchez depende del independentismo. Pero no es ése su único hándicap: los socialistas ya no son lo que eran en Andalucía. Dentro de su partido, el riesgo para Sánchez está en que, aunque el pacto alcanzado con Torra sea positivo, el precio lleve asociado un coste electoral que podrían pagar los alcaldes socialistas en las elecciones de mayo, para mayor gloria del PP, Ciudadanos y tal vez Vox.

Tampoco lo tiene fácil el independentismo, que debe elegir entre mantener al socialista Pedro Sánchez en la Moncloa o abrir la puerta a la derecha del 155. Ahí está la contradicción entre quienes quieren buscar acuerdos de mínimos y quienes se abonan al cuanto peor, mejor. Parece evidente que si todo se reduce a la continuidad de Pedro Sánchez en la Moncloa estaríamos hablando de la política pequeña, mientras que si de lo que se trata es de buscar una salida política para Cataluña dentro de la Constitución –la actual u otra reformada– hablaríamos de la política grande.

Pedro Sánchez está ahora en manos de los independentistas para los presupuestos –léase seguir en la Moncloa– y para interpretar –al menos al 50%– el contenido del ambiguo comunicado conjunto posterior a su reunión con Torra en Pedralbes, en el que falta una condena explícita de la violencia –incluyendo, por supuesto, el control del orden público– y una renuncia –no menos explícita– a la unilateralidad. Por todo ello, darle continuidad al diálogo institucional con tantas carencias puede entrañar riesgos. Para él y para el PSOE. Salvo que le salga bien, claro, en cuyo caso terminaríamos hablando de un estadista visionario. ¿Será el caso?

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