Opinión

No es el máster, es la mentira

Cristina Cifuentes no necesita ni máster ni título académico alguno para ser presidenta. Con ser española, mayor de edad y tener los votos suficientes en las urnas y los apoyos parlamentarios que marca la ley es suficiente. Por eso es presidenta. El escándalo suscitado en torno a su máster preñado de irregularidades, algunas de ellas podrían ser constitutivas de delito, tiene una doble vertiente. Una afecta directamente a la Universidad y nos habla de responsables académicos que facilitaron la obtención del título a pesar de que, presuntamente, la alumna no cumplió los requisitos para conseguirlo. Personas que, cuando estalló el escándalo, en vez de reconocer la trampa, pedir perdón y someterse a las sanciones correspondientes, urdieron documentos falsos para demostrar que fue lo que no fue. La segunda afecta exclusivamente a Cifuentes, que usó en el parlamento madrileño esos documentos fabricados para demostrar que hizo un máster que no hizo e incluso dio detalles sobre la presentación de su Trabajo Fin de Máster, del que no hay rastro, ante un tribunal formado por personas que niegan haber participado en ese tribunal. Y este es el grave problema por el que hasta sus socios de gobierno piden ahora su dimisión: porque ha mentido a los ciudadanos y a sus representantes.

Su actitud, tan fuera de la realidad, nos hablaría o de una tremenda desfachatez o de problemas más serios que le lleven a confundir realidad y ficción. Cualquiera de las opciones la inhabilitarían para el ejercicio de gobierno. Pero su actitud personal ha tenido otras vergonzosas derivadas en el apoyo público que los suyos le han ofrecido y que tuvo su momento de éxtasis en la larguísima ovación que le ofrecieron en la convención del PP en Sevilla cuando ya se sabía lo que se sabía.

El episodio ha reabierto además el eterno debate sobre la responsabilidad política. Una responsabilidad que los propios políticos, según sea el señalado compañero o adversario, suelen derivar al desarrollo y conclusión de procedimientos judiciales. Y eso es no entender nada. Los responsables públicos tienen privilegios asociados a su cargo y también exigencias que no tiene el resto de los ciudadanos. Puede ser que un político sea pillado conduciendo con una tasa de alcohol elevada, le investiguen por el fraude de unos miles de euros o se descubra que tiene una asistenta sin contrato. Ninguna de las circunstancias le llevarían a la cárcel, pero parece evidente que con esos antecedentes no podrían ser ni director general de Tráfico ni ocupar los ministerios de Hacienda ni de Trabajo. Es lo que se dictaría en la primera lección de un hipotético Máster en Sentido Común. Pero parece que este, algunos políticos, tampoco lo tienen acreditado.

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