Opinión

La omertá

La omertá, ese manto de silencio impuesto a los miembros de la mafia para no informar de sus actividades delictivas, es un código de honor, de deshonor, más bien, enraizado también en otro tipo de organizaciones. Afecta a quienes cometen el delito, por razones obvias, y a quienes han sido testigos o cómplices del mismo. Pero también se extiende en ondas concéntricas a todos los miembros de la organización y a las familias y círculos de amistad de los delincuentes, que acaban callando también para proteger a los suyos o para preservar la buena imagen de la organización. Es el caldo de cultivo en el que prospera la corrupción y rige en todos aquellos ámbitos en los que la corrupción anida.

El escándalo de la pederastia en el seno de la Iglesia nace de la actitud individual de aquellos delincuentes que abusaron sexualmente de niños y niñas, pero se ha mantenido durante décadas gracias al silencio cómplice de quienes, entre preservar la integridad de los menores denunciando a los agresores o salvaguardar la imagen inmaculada de la institución, optaron por lo segundo. Al hacerlo atentaron contra un puñado de mandamientos, factura que les cobrará su Dios en la vida eterna. Pero además fueron cómplices de gravísimos delitos cuya factura debería saldarse en el reino de este mundo.

Hasta ahora la Iglesia española se ha negado a investigar proactiva y globalmente lo que ha sucedido en su seno en las últimas décadas, contrariamente a lo que han hecho otros episcopados, desde Estados Unidos a Irlanda. La última investigación fue la promovida por la Conferencia Episcopal de Francia y el informe elaborado por una comisión independiente fue demoledor: más de 300.000 menores abusados por sacerdotes, obispos y laicos que trabajaban en instituciones eclesiásticas. Este año emprenderá una investigación la Iglesia portuguesa.

Ante su inacción, esta semana Unidas Podemos, ERC y Bildu han registrado en el Congreso una petición para crear una comisión de investigación sobre la pederastia en la Iglesia española. Es la respuesta política a la inacción religiosa. Que la Iglesia hubiese investigado sus propios pecados habría sido lo propio. Pero, cuando no es así, parece pertinente que sea el Estado el que emprenda esta investigación. Para conocer la magnitud del fenómeno, para perseguir aquellos delitos que no hayan prescrito y para reparar a sus víctimas, si aún viven, de un dolor que nunca prescribe. No sería la primera vez: en Australia e Irlanda también se crearon hace años comisiones promovidas por sus respectivos gobiernos para investigar estos casos.

Ahora el Congreso de los Diputados tiene la palabra para investigar la verdad, que no sé si nos hace libres, como dice el Evangelio, pero al menos nos hará más dignos. Y los diputados deberán decidir si prefieren honrar a los menores abusados o proteger de nuevo a los agresores con el ominoso manto de la omertá.

Comentarios