Opinión

La metáfora bélica

Es una metáfora recurrente. Los pioneros de la radio deportiva bebieron del lenguaje bélico para tratar de explicar lo que ellos veían a quienes no podían ver y los terrenos de juego se convirtieron en campos de batalla en los que los equipos fijaban tácticas y estrategias, atacaban o se defendían, y mientras unos protegían la retaguardia, los arietes, con toda su artillería, disparaban y fusilaban la puerta contraria, para evitar una derrota o lograr una victoria. 

La explicación de la pandemia también se ha preñado de términos guerreros, usados por responsables públicos, especialistas y periodistas, para relatar una batalla en la que se pretende vencer a un eficaz enemigo que hiere y mata. Una guerra en la que batallan a diario miles de pacientes con la ayuda de un ejército de profesionales sanitarios a los que aplaudimos como héroes por estar jugándose la vida en la primera línea de fuego.

El uso de este lenguaje belicista ha suscitado polémica. Muchos consideran que la metáfora no es adecuada por exagerada, que la comparación ofende porque nada se puede comparar con una guerra real. Con esa premisa purista, nunca podríamos usar una metáfora. Porque ningún diente por perfecto que sea puede compararse con una perla; porque la mar no es el morir; porque ninguna persona brillante puede identificarse con el sol. Dejaríamos de morirnos de hambre, de ganas, de aburrimiento o de amor, y las obras literarias entrarían en fase de anemia al verse privadas de una de las herramientas más eficaces y bellas de nuestra lengua.

Pero, además, habría que negar la mayor. Es verdad que la comparación de las vicisitudes de la vida con la guerra nació como metáfora. Pero su extensión ha sido tal que acabaron adquiriendo un sentido propio. Por eso hoy el diccionario recoge la palabra guerra, en su tercera acepción, para nombrar cualquier pugna o rivalidad, y en la cuarta, se define la guerra como lucha o combate, aunque sea en sentido moral. 

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