Opinión

60 años del Tratado de Roma

El 25 de marzo se cumplen 60 años de la firma en Roma del Tratado de la Comunidad Económica Europea por los Estados fundadores de la actual Unión. A diferencia del Tratado CECA, firmado seis años antes, y del Tratado CEEA, que se firmó ese mismo día, el Tratado CEE buscaba una unión más amplia, no limitada a un concreto sector de la actividad económica. Era la concreción más importante de la fórmula auspiciada por Robert Schuman, en su famosa Declaración de 9 de mayo de 1950, de hacer Europa a través de realizaciones concretas que creasen en primer lugar una solidaridad de hecho.

Son muchos los que piensan que hay poco que celebrar. Para ellos, la multicrisis a la que se está enfrentando actualmente la Unión Europea (política, económica, social y, sobre todo, de identidad) apunta más hacia su fin que a un mayor avance en la integración. Puede que no les falte razón: en estos momentos, ciertamente complicados, quizás resulte un tanto forzado organizar actos festivos, aunque la existencia de la Unión bien lo merezca; particularmente cuando uno de los todavía Estados miembros –el Reino Unido– está a punto de comunicar su intención de abandonarla.

Por esta razón, más que celebrar, deberíamos conmemorar, es decir, recordar solemnemente algo y a alguien. Efectivamente, es la hora de hacer memoria de las razones que llevaron a la creación de las primeras comunidades europeas: la búsqueda de la paz y el desarrollo de los pueblos de Europa. También de tener muy presentes a los padres fundadores de la Unión Europea, en quienes deberían inspirarse los actuales dirigentes, tanto de los diferentes Estados miembros como de las instituciones europeas, a la hora de tomar decisiones y de trasmitir opiniones a los ciudadanos.  

El éxito de la integración europea –que ha sido su principal fuente de legitimidad en estos años–, sumado a los fracasos de los últimos tiempos, nos han conducido a olvidarnos de los orígenes. En esos orígenes se encuentra un concepto que puede expresarse en dos ideas de Jean Monnet. El concepto es el de europeización. Las ideas, luchar contra los nacionalismos egoístas, haciendo que la soberanía delegue soberanía, y ser leales a la Unión. No en vano, una de las imágenes icónicas de los primeros años del proceso de integración es la de sorpresa de los observadores por ver cómo personas que en sus países se disputaban el poder se reunían en ciudades europeas varias veces al año alrededor de una misma mesa, firmaban los mismos textos y los defendían con idéntica lealtad ante sus Parlamentos respectivos y ante sus ciudadanos.

Conmemoremos, pues, la existencia de la Unión con motivo de los 60 años de la firma del Tratado de Roma. Hagámoslo con ambición y con convicción, conscientes de que el proceso de integración es necesario y debe seguir avanzando por nuevos caminos, además, de conveniente, porque beneficia al conjunto. Hagámoslo pensando en el futuro de Europa en términos más democráticos y menos técnicos, con más generosidad y menos egoísmos nacionalistas.

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