Opinión

Memoria y elogio de una generación

Este año que se nos va, casi sin nostalgia, hace imprescindible recordar a los que se han ido por la puerta de atrás, con nocturnidad y alevosía, sin posibilidad de despedida, en muchos casos en la soledad más absoluta y sin casi poder acompañarlos en el entierro. La mayor parte de ellos, personas mayores, muchos en residencias, sin poder recibir la visita o el abrazo de sus familiares. ¡Que enorme soledad la suya y la de las personas que los querían, las que les deben la vida y mucho más! Morirse sin poder decir adiós, sin tener una mano que les acariciara -solo la de muchos sanitarios, ejemplares hasta en cubrir ese terrible vacío- sin poder hacer el duelo y siendo enterrados casi furtivamente.

La mayor parte de los que han muerto formaban parte de esa llamada generación silenciosa, nacida entre los años 30 y los 40. (Por primera vez en 2020 se ha reducido el número de pensionistas). Nacieron entre dos guerras mundiales, sufrieron las consecuencias de la Gran Depresión tras el crack de 1929, en un mundo donde las diferencias entre clases eran abismales y donde las oportunidades de mejorar eran casi ninguna. En España, muchos de los miembros de esa generación nacieron con la Monarquía, vieron su caída y la llegada de la República, la guerra civil entre hermanos, el exilio y la inmigración para muchos, campos de concentración para otros, cuarenta años de franquismo, la lucha por la democracia, la Constitución del 78 y la Monarquía parlamentaria, más crisis económicas, hasta llegar a lo que tenemos ahora, que no es exactamente un país fraterno, y morir por culpa de un virus maldito para el que no había respuesta.

Esta generación, donde las mujeres apenas tenían derechos, aunque nunca dejaron de luchar y de ser fundamentales, vio morir a maridos, hijos y hermanos en una guerra fratricida. Muchos de ellos tuvieron que emigrar a Europa o a América a buscarse la vida que no era posible aquí. Callaron durante muchos años porque no se podía discutir la autoridad ni se podía elegir nada o casi nada, ni siquiera las injusticias. Las instituciones decidían por las familias y por los individuos, que es lo que muchos deseamos que no se pueda repetir nunca más. Aprendieron a ser una generación a la que nadie preguntaba nada. Solo trabajaban y creaban una familia. Gracias a ellos, a su trabajo sin descanso, vinieron los años 60 y 70, el incipiente desarrollo, la apertura a Europa y al mundo, el turismo que tanto ayudó a cambiarnos, el surgimiento de las clases medias -que España nunca había tenido y que ahora están en riesgo-, la Seguridad Social, el acceso incipiente pero imparable a la educación, la segunda vivienda, el 600, las vacaciones... Y la democracia.

Vivieron una España pobre, agrícola, sin medios y con su esfuerzo construyeron otra radicalmente diferente. Con ellos, esta España pasó de la miseria al mayor crecimiento económico de nuestra historia. De los enfrentamientos sangrientos entre hermanos a un país de libertades y de derechos, democrático, capaz de consensos increíbles, un verdadero Estado Social y de Derecho pese a sus imperfecciones. Se han ido sin que podamos reconocerles su enorme aportación. Sin agradecerles el sacrificio que hicieron por sus hijos. Sin decirles adiós con dignidad. A esos hombres y mujeres les debemos algo más: no volver nunca al enfrentamiento suicida, a la división entre hermanos, a ese odio que nunca suma y siempre resta. No hay que permitir que nadie siembre, de nuevo, el resentimiento. Contra eso, también tenemos que vacunarnos ahora. Por ellos.

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