Opinión

Inútiles con sueldo (… público)

Cuando alguien maneja decenas, cientos o miles de millones de euros y decide cómo se gastan, en qué se emplean, hay que pensar que sabe lo que hace, que tiene experiencia de gestión y que se rodea de equipos técnicos solventes. Así debería ser. Cuando, además de esos millones se toman decisiones que afectan a la salud, a la libertad o a los derechos de los ciudadanos, en ocasiones de millones de ciudadanos, hay que exigir lo mismo: conocimientos, habilidades y aptitud. Si se suman las dos cuestiones, la exigencia debería multiplicarse. Y cuanto más elevado es el nivel de responsabilidad, mayor exigencia. En la gobernanza de las empresas privadas o públicas y, desde luego, en el Gobierno de la nación deberían estar los mejores y no debería acceder nadie que no estuviera a la altura de las responsabilidades. Y, además, tendrían que rendir cuentas con transparencia. En las empresas privadas, así es, sin duda. Y los que no cumplen los objetivos son despedidos o relevados por los accionistas. En política es diferente. Un presidente nombra a los ministros que le parece bien, sin atender a su cualificación, al menos no siempre, para el puesto que les cae en suerte y estos nombran a otros altos cargos más por afinidad política que por conocimientos técnicos. Y eso a pesar de que la ley establece lo contrario. Se la saltan sin remilgos. Y aunque se equivoquen siguen en sus puestos. ¿Es por eso por lo que hay tantos inútiles en puestos de responsabilidad?

Hay ministros que no se sabe para lo que están, no porque no estén claras sus competencias –a veces es así– sino porque no hacen o no han hecho nada desde que les nombraron. Y alguno, en concreto, con cargo más elevado, no solo no hace nada de lo que le toca, sino que enreda en las competencias de todos sus compañeros de Gobierno como si él fuera el líder de la oposición. Tampoco hay que sorprenderse porque las hemerotecas guardan infinidad de referencias de lo que pensaba hace dos, cinco o diez años y no podemos sorprendernos de lo que dice ahora, aunque haya jurado lealtad a su cargo y a las instituciones gracias a las cuales ha llegado donde está. Lo peor es que su agenda está demasiados días en blanco, sus ocurrencias tienen que ser rebatidas cada día por sus compañeros de Gobierno y sus intervenciones públicas parecen hechas por quien quiere arruinar su “empresa”. Si eso lo hiciera alguien en la privada, habría sido despedido hace mucho.

Alguien dijo que no hay nada peor que un inútil muy motivado. O mal intencionado. Cuando un inútil –”persona que no produce provecho, servicio o beneficio”, según la RAE– se rodea de inútiles es mucho más peligroso. Y yo creo que los inútiles nos están rodeando y, lo que es aún peor, nos están haciendo creer que todos nosotros somos inútiles porque sin tener visión estratégica, ni proyecto, ni empatizar con los ciudadanos, ni impulsar el talento, ni buscar lo esencial, sin transparencia y sin rendir cuentas, deciden por nosotros cómo ejercemos nuestros derechos y cómo disfrutamos de nuestra libertad. Y lo hacen rodeados de otros inútiles que cobran un sueldo público. En la Administración, en las empresas públicas, en las televisiones públicas… en demasiados lugares. Nos han hecho creer que eso solo pasaba antes, pero nada ha cambiado desde que llegaron ellos. Se han subido los sueldos, utilizan cargos públicos como niñera, han cobrado dietas cuando no había reuniones en el Congreso, colocan a amigos como consejeros en empresas públicas…

Un mal revolucionario, lo ha dicho el profesor Javier Fernández Aguado, “lo cambia todo menos a sí mismo”. Algunos de los que nos gobiernan tratan de cambiarlo todo, pero han empezados por ellos mismos y por su patrimonio. Decía el gran Jaume Perich que “gracias a la libertad de expresión hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que pase nada. Al gobernante, tampoco”. A ellos, menos.

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