Opinión

¿Es el enemigo?

La transición española es el mejor ejemplo de generosidad, y de inteligencia, que ha dado la política española en los últimos cien años. Desde Santiago Carrillo a Manuel Fraga, pasando por Tarradellas, con tres figuras decisivas: el rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda. Y sin olvidar el harakiri político que se hicieron los procuradores franquistas para dar paso a ese famoso “de la ley a la ley pasando por la ley”.

Todos eran conscientes de la fragilidad de la España del 75 y de los peligros que acechaban. Y todos firmaron la reconciliación, la amnistía, el dejar de mirar al pasado para poder mirar, libres, sin rencores, a un futuro en democracia. Gracias a lo que algunos llaman despectivamente “régimen del 78” y quieren destruir, millones de españoles han podido nacer en libertad, ser sujetos de derechos, vivir en democracia.

Para poder hacer la Constitución del 78, los españoles de uno y otro bando -rojos y azules, nacionales y republicanos y esa gran mayoría que no era de ninguno- dejaron de verse como “enemigos” para construir juntos otro país, el que tenemos. Nadie renunció a sus ideas, pero derechas e izquierdas, también las extremas de entonces, cedieron, dialogaron, construyeron. Rechazaron el odio y mantuvieron las ideas.

En los últimos años se ha fracturado el país, se ha demonizado al que piensa diferente, se han aprobado cordones sanitarios excluyentes y artificiales, han vuelto al 36 los que no lo vivieron -”la derecha que defiende el golpe del 36”, el “comunismo o libertad”- y como ha descrito maravillosamente El Roto, “cuando el odio despierta, la racionalidad duerme”. O, simplemente, muere.

Todo esto ha sido especialmente diáfano en las últimas elecciones, aunque viene brotando desde los tiempos de Rodríguez Zapatero y más relevante desde que Pedro Sánchez llevó a Pablo Iglesias al Gobierno y éste ha sido influyente en la política real. Miembros del Gobierno y otros personajes como Monedero han descalificado a los ciudadanos que no les han votado. Pero no solo ellos. Vox practica habitualmente este ejercicio de desprecio al contrario. Pero no solo ellos. La excelente escritora que es Almudena Grandes no ha dudado en decir que “los barrios pobres no distinguieron entre la izquierda y la derecha”(¡) para añadir que “jamás se me ha pasado por la cabeza, ni un instante, votar al candidato del enemigo”.

Algunos entendemos la política como rivalidad, como intercambio de ideas, como negociación. Ni siquiera Carrillo o Fraga vieron “enemigos” en aquellos tiempos difíciles. Otra escritora, Marta Sanz, ha escrito palabra tras palabra, lo siguiente: “Madrid es la isla de las gallinejas, la fusión afterwork nada insólita de caspa y neoliberalismo. La izquierda, con sentido y sensibilidad pragmáticos, insiste en detectar y resolver los problemas reales.

Sin embargo, la derecha vota a su candidato-candidata, aunque elija al Pato Donald para desempeñar ese papel y el pato Donald no sea un gran pato gestor ni un pato de recursos”. Hay mucho más, pero esto basta. Enemigos despreciables, menosprecio de los políticos de otra ideología y de los votantes que piensan diferente (o que piensan igual, pero rechazan políticas erróneas o candidatos que mienten). La superioridad moral de la izquierda. La soberbia y la intolerancia.

¡Qué diferencia con aquellos hombres de ideologías sólidas, pero de políticas de Estado, que ponían a España y a sus ciudadanos por delante de todo! El único enemigo al que estoy dispuesto a considerar como tal es al de Gila: “¿Es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento? ¡Que si pueden parar la guerra un momento!”. Pues eso, paremos la guerra, aunque sea un rato, y vamos a trabajar, juntos, en lo que importa a los ciudadanos: vacunar a todos y acabar con la pandemia, salir de la crisis, crear empleo, luchar contra las desigualdades...

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