Opinión

El discurso del odio, un arma letal

En diciembre de 2018, el politólogo Sami Naïr, publicaba en diario EL PAÍS un artículo titulado “Qué hay detrás del discurso del odio”, una crónica de un tiempo anunciado, ese que hoy percibimos en toda Europa, que ha acelerado esta maldita pandemia, y que empezamos a vivir con cierto desasosiego, también en nuestro país. Por entonces, en España, la ultraderecha de Vox era residual. Pero tan solo unos meses después este partido se convirtió en el tercer partido del panorama político español, con cincuenta y dos diputados, un crecimiento espectacular en una vida política de tan solo ocho años.

Cuando el artículo fue escrito, Trump estaba en su apogeo, en esa actitud prepotente, negacionista de todo, que siempre le caracterizó, y que anticiparía lo que luego sería el asalto al Congreso de los EEUU en enero del presente año. Bolsonaro, el 1 de enero de 2019, llegó al poder en Brasil, urdiendo una suerte de “golpe de Estado” que le permitió ganar las elecciones al descalificar, con saña y tribunales, a sus enemigos políticos, Dilma Rosell y Lula da Silva. En Cataluña, Puigdemont hacía prácticas de extremismo alimentando el nacionalpopulismo bajo la tapadera del independentismo, poniendo en entredicho no solo a la sociedad catalana, a la que consiguió dividir, sino a la democracia española al cuestionar la Constitución del Estado en nombre de un supuesto “derecho a decidir”.

Pero toda esa caterva amenazante trazaba una estrategia, la ultraderechista francesa Marine Le Pen –dispuesta a cambiar y amenazar el sentir liberal, social, plural, laico y democrático de la República francesa- alcanzaba el 34% de los votos en la segunda vuelta a la Presidencia de Francia, anunciando su propósito de concurrir a las elecciones de 2022. Tampoco debemos olvidar la deriva autoritaria de Polonia y Hungría, las ínfulas no menos autoritarias y xenófobas del exministro del Interior Italiano Matteo Salvini y su Liga Norte, -ese partido que hace unos años pedía la independencia de la Padania-, o el ascenso de Alternativa para Alemania que consiguió el 12,6% de los votos y 94 escaños. Pero no es menos importante el protagonismo real, aunque aparentemente discreto, de Vladimir Putin, o la deriva autoritaria del Régimen Turco de manos del islamista R.T. Erdogán capaz de acabar con la República laica que fundara Ataturk hace casi cien años.

La ultraderecha posee partidos fuertes que han colaborado en la formación de Gobiernos en algunos países europeos o se han atrincherado con fuerza en la oposición, en otros. En el Parlamento Europeo, hasta el 15% de sus diputados lo son por formaciones políticas de inspiración ultraderechista.

Históricamente está comprobado, que las crisis son un caldo de cultivo para la demagogia y el nacionalpopulismo, y eso lo saben perfectamente los activistas y la ideología del pensamiento ultra, como Steve Bannon, principal ideólogo del Trumpismo, e inspirador ideológico de buena parte de los partidos reaccionarios europeos.

La pandemia, como dice el filósofo francés Bernard Henry Levi es “el virus que nos vuelve locos”, precisamente porque la situación sanitaria, ha derivado en una crisis social y económica mundial a la que ninguna parte de España es ajena.

En los primeros meses de la pandemia tuve la oportunidad de leer el libro de “M, el hombre del siglo”, del italiano Antonio Scurati, un libro sobrecogedor donde se retrataba el cómo y las formas en que surgió el fascismo en Italia, y mientras lo leía contemplaba en paralelo esa suerte de “sociedad del bulo” en que España se estaba convirtiendo, donde el pensamiento reaccionario alimentaba el descrédito de las instituciones. Ese movimiento que describía Scurati, acabaría extendiéndose por toda Europa, para luego llevarnos al mayor cataclismo histórico que ha padecido la Humanidad, y todo en nombre de una doctrina populista, arrolladora, que decía ser “capaz de acabar con todos los males de la sociedad”. Y es que efectivamente, los movimientos totalitarios siempre han encontrado la solución acabando con la sociedad, con el pluralismo y la democracia, y extendiendo el horror en nombre de no sé de qué extraña concepción de la Libertad, que como un insulto esgrimen contra los verdaderos amantes y luchadores por la LIBERTAD.

Es muy común que quienes se ven ofendidos por las actitudes de Odio, respondan con Odio a todos los que lo generan, pero no deja de ser esta circunstancia la que alimenta el FASCISMO, las actitudes reaccionarias y el pensamiento autoritario. Este tipo de movimientos totalitarios se valen del espacio de Libertad que les ofrece la democracia para, desde dentro, dinamitarla. Se alimentan del Odio que generan y del Odio con que sus enemigos le responden. El Odio es la salsa de su infame cocina política, y su arma más letal. Solo ellos dicen “representar la verdad”, y como buenos totalitarios, estigmatizan a quienes tienen diferentes ideas, tergiversan las palabras del contrario, se lanzan bulos, se alimenta el supremacismo y la xenofobia, se calumnia o se injuria para desacreditar a quienes ellos consideran enemigos. Las redes sociales ejercen un inmenso instrumento de tergiversación de la realidad, hasta el punto que verdad y mentira acaban confundiéndose. Reniegan del diálogo, rechazan cualquier posibilidad de entendimiento y usan la violencia verbal -la física siempre negarán que emane de ellos, aunque algunos de sus entornos la practiquen- para esparcir su demoledora doctrina. Hay que aislar el Discurso del Odio porque una sociedad como la española no se merece actitudes de este tipo. ¡Bastante hemos padecido como para tener que volver a soportar aptitudes inaceptables! La democracia hace que todas las ideas sean permisibles, con un solo límite, el que debe respetarse a los demás, aunque sus ideas no se compartan.

Pero lo peor de este tipo de doctrinas fáciles, es que acaban contagiando al conjunto de la sociedad, inoculando un virus tremendamente dañino que encuentra acogida en algunas formaciones políticas conservadoras, muy dadas a remedarles en actitudes, formas y maneras, con el fin de evitar que sus electores les abandonen. Pero, de otra parte, no es menos preocupante el encontrar que algunos ciudadanos desfavorecidos por la crisis o las circunstancias, los que más desamparados se encuentran, en buena medida votantes tradicionales de la izquierda, encuentren en este tipo de partidos populistas y reaccionarios la “tabla de salvación” o el “canto de sirena” que no encuentran en las formaciones políticas tradicionales. Pasó en la Europa de los años veinte y treinta y, desgraciadamente, vuelve a ocurrir en el mundo actual. Es como si el Eterno Retorno se convirtiese en la doctrina maldita que nos hace repetir los errores de forma permanente.

Frente al pensamiento reaccionario y nacional populista cabe ser “buena gente”, poseer firmeza y convicción en las ideas trasformadoras, fortaleza en la razón, compenetración con la sociedad, trabajar en orden a mantener la cohesión social, adoptar medidas que eviten las desigualdades sociales y palien las económicas, ofrecer un futuro abierto a las nuevas oportunidades, regenerar el sistema institucional, poner límite a la corrupción y las corruptelas, y construir un modelo social como el que la social democracia ha hecho posible a lo largo de más de medio Siglo, y que ha compartido con liberales y democristianos tras la II Guerra Mundial. El mundo de hoy es mucho más complicado y difícil que hace unas décadas, pero estamos obligados a que la libertad y la democracia sean consustanciales a una sociedad creativa y solidaria, que no vuelvan a ser un paréntesis en la historia de la Humanidad.

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