Opinión

Alarma: la democracia, tocada

Quizá mejor que, como hacíamos ayer, repasar todo lo que hemos perdido en este año de alarma y pena, sería tratar de avizorar el futuro, haciendo, eso sí, recuento de daños, de lo que volverá a ser como era y de lo ya nunca jamás. Y, si le digo la verdad, creo que una de las consecuencias del año de estado de alarma, que tendremos que empezar a reparar urgentemente, ha sido que ni estamos saliendo más fuertes ni más unidos, sino todo lo contrario. Y que la democracia española está saliendo de este lance bastante tocada.

Para mí, una buena democracia es aquella en la que el individuo y su bienestar están por encima de todo, lo que se compadece mal con el escaso tributo pagado a las decenas de miles de vidas (¿cien mil dicen?) que se nos han ido de las manos. Una democracia nunca es perfecta, pero ha de ser transparente, y mire usted, sin ir más lejos, los tejemanejes y maniobras orquestales en la oscuridad de nuestra llamada 'clase política' la semana pasada; podrá usted constatar la opacidad interesada que caracteriza a muchos de quienes dicen representarnos.

En la democracia con la que sueño una persona como Inés Arrimadas, que este lunes reúne a sus fieles y no tan fieles en lo que puede ser una 'cumbre' borrascosa, dimitiría de sus cargos en un plazo de horas, sin aguardar ni a congresos extraordinarios ni a primarias. Ha hecho mucho daño a la causa de la honestidad política y de la verdad. La democracia que me gusta está hecha de comparecencias de quienes han permanecido estos días últimos, nefastos para la imagen de España, callados y maniobrando en la oscuridad, y el primero de ellos es, sospecho, el presidente de mi Gobierno, que este lunes se verá con un político que de lejos le supera en talla de estadista, como Macron.

Me gustaría una democracia en la que la oposición tuviera más voz y menos gritos, y en la que no esté sopesando, por cálculo electoral, acercarse a los extremistas de la derecha, que son los únicos que creo que ganan algo en este río revuelto y contaminado.

Veremos dónde queda la democracia, que es también respeto a las leyes, por muy insuficientes que sean, en el Parlament catalán, que será la sede de la insurrección inminente. Y qué pasa con la idea de la democracia cuando, por ejemplo este mismo fin de semana próximo, unos cientos de energúmenos, imitando a lo que ocurrió en Barcelona --catalanizamos a este lado del Ebro lo peor de aquel lado--, traten de alterar la paz en las calles, que es, la paz, digo, lo único que nos va quedando.

Las democracias a imitar no basan su acción de gobierno apenas en la imagen, el disimulo y la patada a las hemerotecas. Respetan la seguridad jurídica y la división de poderes y jamás habrían nombrado a una fiscal general como la que tenemos. En mi democracia ideal, lo digo claramente, Pablo Iglesias no podría ser vicepresidente del Gobierno ni Irene Montero su ministra: carecen del suficiente respaldo moral y tampoco lo tienen en las urnas. No podría haber ocurrido lo de Murcia, ni algunas cosas que se atisban en Madrid o en Castilla y León, donde se ha alentado el filibusterismo más lamentable. Y eso, apenas por poner algunos ejemplos.

No sé cuándo empezó el declive moral. Quizá ya aquel 14 de marzo de 2004 en el que, al grito de "merecemos un Gobierno que no nos mienta", se celebraron unas elecciones convulsas inmediatamente después de un atentado criminal que costó doscientas vidas que nos desgarraron. Hoy, diecisiete años y mucha agua bajo los puentes después, la mentira es una forma de gobernar y doscientos son los muertos que ya ni lloramos cada día por una pandemia mal gestionada y peor asimilada. Pero ¿cómo asimilarla?

Dije que iba a hablar del futuro. El futuro consiste en mejorar, y mucho, el pasado. Constatar que todo esto tiene que acabar y que ya no podemos seguir temblando por los idus de marzo también en abril, en mayo, en junio... El futuro es la democracia que nos merecemos y que, sin embargo, poco a poco vamos embarrando.

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