Opinión

Una terapia emocionante

AM es una mujer francesa de unos cincuenta años, segunda generación, o sea, nieta, de exiliados españoles huidos durante la guerra provocada por el golpe de estado de Franco y su insuperable dictadura. No es necesario entrar en los detalles de las penalidades que sufrieron sus abuelos primero, y sus padres a continuación, para sobrevivir.

Muchos años después de aquella grande y larga tristeza de y por España, ahora, y como siempre, AM se volvió a interesar por los programas electorales de los distintos candidatos a las elecciones presidenciales francesas, recientemente celebradas. La lógica atracción por Melenchon se le nubló a nuestra protagonista, entre otras cosas, porque descubrió entre líneas la existencia de un Plan B, consistente en salir de la UE si no se le reconocían a Francia determinadas exigencias. Para terminar de estropearlo  y, como era de esperar, la posición de Melenchon para la segunda vuelta, al no manifestar una beligerancia radical contra Le Pen, convenció a AM de que Macron era lo que tocaba, y después el tiempo dirá. Eso era lo que me estuvo contando de política, en un castellano que no ha conseguido conservar perfecto porque solo lo tenía en casa y sus padres no eran, precisamente, licenciados en filología hispana.

En Francia, AM realiza un trabajo manual y mental de ayuda a personas dependientes en sus propios domicilios. Por casualidad, su visita a España, de vacaciones pero siempre en busca de sus orígenes, coincidió con la estancia en una clínica de rehabilitación de una persona que me importa, ingresada allí tras sufrir un ictus que ha dejado bastante averiada, aunque solo físicamente, su parte izquierda, especialmente el brazo y la pierna. Gracias a las casualidades de la vida tuve ocasión de asistir en vivo y en directo a unos emocionantes minutos de ayuda, sobre todo psicológica, pero acompañada de caricias disfrazadas de masajes en la mano afectada, para conseguir que el paciente, de más de sesenta años, recuperara la ilusión por volver a la vida de antes mientras le hacía ver la importancia de encontrar en cada minuto de ahora la alegría de un paso más en ese camino hacia el mañana.

Tras la impagable experiencia, la primera duda que me vino a la cabeza es si acaso resulta obligado que la sociedad, y las personas que la formamos, estemos periódicamente sometidas a situaciones límite, desgracias hasta el sufrimiento máximo y al borde de la muerte colectiva, para que aparezcan algunos ejemplares que, con todos sus defectos, concentren no obstante lo mejor y sean capaces de darlo espontáneamente a los demás, porque no sabrían hacerlo de otra manera.

Después, superado al trance y de regreso al optimismo, pensé que no, que las guerras no son imprescindibles y que el reto es ser capaces de vivir en paz y libertad sin que prolifere el cáncer del egoísmo a cualquier precio, para evitar que los que triunfen sean siempre los que se adaptan, con mejor cálculo, a una escala de valores en la que mandan lo material y la fachada.

Pero inmediatamente después volvió el frío racional y me di cuenta que no sabría cómo construir esa especie de paraíso sin excesos, por lo que empecé a pensar que volverán las guerras, y que quizás solo tarden en sonar las bombas, quizás una sola y definitiva bomba, lo que tarde en desaparecer el miedo colectivo a una destrucción tan total que no deje vivos ni a los malos. Entonces, dolido ante la evidencia de que el fantasma que ensucia la confianza nunca desaparecerá del todo, dejé de diseñar en la imaginación el refugio antinuclear necesario para sobrevivir. Me había paralizado la peor duda de todas: ¿para qué?.

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