Opinión

El juicio de los siglos y el día que no se imaginó

Son las 04:30 a.m. del 14 de febrero de 2019 y no puedo dejar de pensar en el juicio más importante de la historia de España, visto el juicio y vista España desde dentro y desde fuera.

Con la vista inevitablemente puesta en la última instancia que ya espera, la europea, he sentido tan contundentes, imprescindibles y justos los requerimientos formulados por las defensas en la primera sesión de previas, y tan a la defensiva, pobres y políticos los argumentos volcados durante la segunda jornada por las acusaciones, que no tiene sentido que los acusados se arriesguen a tropezar con sus propias palabras sobre detalles de un asunto que todo el mundo conoce. Es decir, que en todo el Mundo se conoce.

Porque son tan elocuentes las imágenes que han ido pasando por delante de cientos de millones durante los últimos años que cualquier sentido común de los que están puestos sobre los hombros debería coincidir en que la única “violencia”, concepto nuclear y decisivo de este juicio, que debería juzgarse, de tener que celebrarse tal ceremonia, fue la llevada a cabo por las fuerzas de seguridad del Estado contra personas que hacían cola para practicar un acto más de los que figuran en la lista de libertades básicas que caracterizan a cualquier democracia que se precie.

Pero aquí paz y después gloria, yo tampoco gastaría demasiados recursos públicos en deducir responsabilidades por aquellas agresiones de los uniformados, salvo las de los casos más evidentes. Están filmados.

No podemos perder de vista que aquel acontecimiento político, social y masivo que tuvo lugar el 1 de octubre de 2017, y sin el cual nada de lo que estamos viendo ahora estaría ocurriendo, solo podría tener consecuencias institucionales cuando los acuerdos fueran el resultado de las negociaciones que deberían estar manteniendo, desde hace mucho tiempo, los representantes legítimos de cada uno de los dos universos implicados en este lío, el español por una parte y el catalán por otra.

Por todo eso, esta madrugada me invade la convicción de que cualquier error, o duda, u olvido, que pueda contener cualquier palabra pronunciada por cualquiera de los acusados solo puede convertirse en clavo ardiendo al que los acusadores se agarrarán para cumplir su verdadero papel en este drama, que no es sino el de defender a los políticos con mando en plaza que, por activa y por pasiva, se han negado a cumplir con su obligación, que es la enfrentarse a los problemas políticos que una historia única en el mundo, la española, ha volcado sobre el escenario de todos nosotros durante las primeras décadas del siglo XXI.

Podrían haber sido otros problemas, pero han sido estos, y nos jodemos.

Pero lo que no se puede hacer es pasarle el muerto a nadie, porque no se puede salir huyendo. Y si los responsables le han pasado el muerto a “nadie”, lo que tiene que hacer “nadie” es devolverle el muerto a los vagos, y muchos de ellos también maleantes, que se lo han pasado.

Me gustaría que hoy, cuando se levante a declarar Oriol Junqueras, le diga al Tribunal Supremo que se acoge a su derecho a no responder a ninguna de las preguntas que le puedan formular el propio Tribunal, las acusaciones o incluso su propia defensa, hasta que las partes que son las verdaderas titulares de este conflicto no finalicen, con sus respectivas firmas puestas sobre un documento que a ambas satisfaga, las negociaciones políticas que están obligadas a celebrar.  

Y que lo mismo que Oriol hicieran todos y cada uno de los doce acusados.

Y que acto seguido todos fueran puestos en libertad, que nada tienen que hacer en las siguientes sesiones del juicio.

Y que solo fueran citados de nuevo para escuchar las sentencias que, gracias al cumplimiento de estos mis deseos, podrá ser dictada y leída por el Tribunal mucho antes de lo previsto, tras las declaraciones de los testigos y las elevaciones a definitivas de las conclusiones que defensas y acusaciones expongan.

Estoy convencido que todo esto el Tribunal podría hacerlo hoy mismo, esta misma mañana de Día de los Enamorados, creo.

Y, hasta podría suceder también que, al final de esta escapada irracional de todos nosotros, porque ninguno hemos sido capaz de pararla, nadie encontrara motivo bastante para elevar recurso alguno ante tribunales ni constitucionales ni europeos ni universales si existieran. Ni a ninguna otra clase de juicios finales.

Pero, ojalá no, tengo la sensación de que para que todo esto tan feliz que pido pueda suceder es necesario encender una luz que permanece apagada desde hace mucho tiempo. Me han recordado esta oscuridad los que, un día sí y otro también, evocan cierto pasado solo en beneficio propio.

Para encender esa luz es imprescindible que alguien con autoridad bastante, el juez Marchena, por ejemplo, llame a declarar a alguno de los dos únicos testigos que aún viven y también estuvieron presentes en la segunda de las dos reuniones más decisivas para nuestra historia de entre las muchas que se celebraron el 24 de febrero de 1981. Uno se llama Felipe González y el otro Juan Carlos I.

Si, fue aquella reunión en la que los asistentes “derogaron”, de facto, los Pactos de la Moncloa y dejaron grabadas, en sus cabezas poderosas, la única versión aceptable, la peor de todas las posibles, de la Constitución que se había aprobado por los españoles poco más de dos años antes.

Por eso pactaron no contar nada.

Por eso no invitaron a aquella reunión tan opaca a ningún vasco ni a ningún catalán.

Por eso hemos llegado al juicio que hoy celebramos.

Y por eso, también, podría ser el último acto de algo que hemos conocido de la misma forma durante siglos, pero que quizás nunca más sea lo mismo. Me temo que quedan pocos números para poder impedirlo.

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