Opinión

El secuestro 78

El secuestro y el posterior y cruel asesinato de Miguel Ángel Blanco fue el secuestro número 78 de ETA. El de Ortega Lara, el 77. En este caso y gracias a una acción policial exitosa, el funcionario de prisiones, recobró la libertad después de 532 días encerrado en un zulo. El secuestro 78 acabó con un joven concejal del PP con sus manos atadas a la espalda y dos tiros en la cabeza, después de tenerle maniatado durante cuarenta y ocho horas.

Ortega Lara fue un ejemplo de dignidad y fortaleza. A Miguel Ángel Blanco no le dieron oportunidad alguna. Abandonado y vigilado entre la frondosidad de un bosque no tuvo la ocasión ni para la esperanza. Ignoro si él llegó a saber que estaba sentenciado. Los demás lo sabíamos. Sabíamos que ETA le asesinaría en cuarenta horas si no se producía el traslado de presos. ETA nunca tuvo piedad y aquellos que podían reclamársela siempre optaron por el silencio, cuando no por el aplauso y de manera permanente por la justificación.

Hay hitos en la vida personal y profesional que te dejan marcado de por vida y todos aquellos que estuvimos durante años y años en primera fila llevaremos siempre en nuestra mochila vital aquellos dos días que solo cuando se han vivido de cerca, en guardia permanente, se puede entender lo que aquel asesinato ha significado para los compañeros de mi generación. Solo nosotros escuchamos en vivo y en directo el silencio atronador de quienes hoy y sin mover una ceja se despepitan en el Congreso mostrando su preocupación por los derechos de los ciudadanos.

No han pedido perdón y los terroristas fueron y siguen siendo considerados por muchos como aguerridos gudaris. Ni entonces ni ahora ni una sola palabra de compasión. “El edil del PP aparece con dos disparos”, nos contaba Egin el día 13 de julio de hace 25 años. Ni una línea de lamento. Previamente, cuando Ortega Lara fue liberado y apelando a su condición de funcionario de prisiones, el mismo periódico, cuya editora era Mertxe Aizpurua tuvo el cuajo de abrir el periódico anunciando que “Ortega Lara vuelve a la cárcel”.

El edil del PP apareció con dos tiros que no cayeron del aire. No, fueron dos tiros disparados por ETA a la cabeza de un joven al que previamente le hicieron arrodillarse. Un joven cuyo único pecado era ser concejal del PP, hijo de una familia trabajadora, que trabajaba a turnos en una empresa, que le gusta a tocar la batería y que en sus planes estaba el casarse con su novia de toda la vida.

Desde primera hora de la tarde del día 10 hasta el 12 a las cuatro de la tarde, España entera y de manera especial el País Vasco, se sintió conmocionada y quienes allí estábamos notábamos como con el paso de las horas nuestros corazones se encogían. Los teléfonos hervían. Los políticos preguntaban si sabíamos algo. La tensión resultaba casi insoportable y el espanto del horror que todos sabíamos que ETA era capaz de cometer atenazaba nuestros dedos a la hora de escribir. Ese mismo día 12 por la mañana tuve la oportunidad de hablar un minuto con Mayor Oreja, entonces ministro de Interior. Apenas si tenia voz. “Solo podemos esperar un milagro”.

No hubo milagro y si un vil y cruel asesinato acompañado por el silencio atronador de los que nunca han tenido compasión. Recuerdo que el día 10 amaneció un día luminoso, tanto que Otegui se fue a la playa de Zarauz a darse un baño cuando ETA ya había reivindicado el secuestro y expuesto sus exigencias en un comunicado enviado a EGIN. Carlos Iturgaiz aseguraba que “nos están matando como a chimbitos” que así se llaman en Bilbao a los pajaritos que revolotean por los parques.

ETA cumplió su amenaza. Miguel Ángel Blanco llegó con vida al hospital. Su joven corazón latía con poca fuerza y a las tres de la madrugada, falleció. Su cara estaba quemada por las lágrimas derramadas.

Sus lágrimas fueron también las nuestras. Lágrimas derramadas por él y por tantos asesinados antes que él. Sus lágrimas fueron las lágrimas de los vascos decentes, de los que con toda la dignidad de la que fuimos capaces soportamos años de atrocidades acompañados de crueles e indignos silencios. Algunos de ellos se jactan de poner en jaque la Transición.

La dignidad de todos los asesinados, secuestrados y perseguidos pone de relieve y agranda la indignidad de quienes, ya en democracia, continuaron militando en el crimen y en el silencio cómplice.

Conocí a los padres de Miguel Ángel Blanco y en sus miradas no había ira. Solo dolor, un dolor indescriptible y aleccionador. Dolor y recuerdo, siempre. Ira, nunca.

Me vuelve a la memoria la frase que dejo escrita en una de sus crónicas José Luis Barbería: “Escribir en Euskadi es llorar”. Hoy, escribir, es recordar lo inolvidable.

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