De nuevo, a contracorriente
El Gobierno español ha vuelto a protagonizar un episodio difícil de explicar en Bruselas y aún más complicado de justificar en casa. Su posición respecto al aplazamiento de la prohibición de vender coches de combustión a partir de 2035, adoptada a contracorriente de la mayoría de socios europeos y de la propia Comisión Europea, ha rozado el esperpento político. El ridículo ha sido espantoso, no tanto por disentir -discrepar es legítimo- como por hacerlo sin una estrategia clara, sin alianzas y sin un relato coherente que defienda los intereses industriales del país. Es cierto que la decisión final incorpora cierta letra pequeña y matices técnicos, pero la realidad es tozuda: España fabrica, mayoritariamente, vehículos de combustión y cuenta con una industria auxiliar puntera a escala mundial. Un ecosistema que genera más de dos millones de empleos directos e indirectos, aporta alrededor del 10% del PIB y el 18% de las exportaciones. No se trata, por tanto, de un debate ideológico o ambiental simplista, sino de una cuestión económica y social de primer orden.
Además, el sector del automóvil llega a este debate exhausto. Tras años muy duros, marcados por la pandemia, la crisis de los semiconductores y la inflación, las ventas se desplomaron de forma abrupta. Los precios se dispararon, la inseguridad jurídica -alimentada por mensajes contradictorios del propio Gobierno- desanimó a los compradores y muchos optaron por alargar la vida de sus vehículos. El resultado es un parque automovilístico con una media de 14,5 años, con peores cifras de seguridad y emisiones. En este contexto, la actitud errática del Ejecutivo no ayuda. Como tampoco lo hace la reciente e incomprensible renuncia a miles de millones de euros en fondos europeos, mientras se anuncia a la vez que no podrá aprobar 17 leyes y más de 60 normas nuevas. Algunas afectan a ámbitos clave, como la implantación del 5G o el desarrollo territorial de la llamada España vacía, pero, curiosamente, se mantiene el compromiso de tocar cuestiones sensibles como la subida del diésel o el aumento de la recaudación vía eliminación de beneficios fiscales y que supondrán ingresos de unos 3.000 millones de euros, después de años de recaudación récord y subidas de impuestos.
Aún más desconcertante resulta la aparente pasividad de la Unión Europea. Sorprende que Bruselas haya hecho la vista gorda y no haya enviado ya una comisión seria que aclare qué ha ocurrido con los miles de millones a fondo perdido que España sí ha recibido y que, en demasiados casos, no terminan de materializarse en proyectos transformadores. La transición ecológica está bien y el futuro seguramente será eléctrico, pero imponerlo desde la improvisación, el postureo político y la descoordinación europea es irresponsable y pone en riesgo uno de los pocos pilares industriales del país sin ofrecer alternativas creíbles.