Opinión

Las nieblas de la tristeza

Las nieblas de la tristeza, la mentira y el abatimiento envuelven a España. Han podido ya hasta con la ira y culminado en el abatimiento, en los brazos bajados y en los silencios resignados mientras el monocorde mantra de la propaganda martillea los cerebros sin pausa. Solo ellos, y sus papagayos, parlotean y continúan con la cháchara gozosos y felices de que sus mentiras, aunque se sepa que lo son, se compran como buenas o, como poco, se soportan como compañía inevitable.

Ha pasado un año y ya nadie quiere ni siquiera hacer memoria. Da igual el hacerla. No tiene efecto alguno. Los que la mantienen cada día comprueban que al resto ya no le importa en absoluto. La memoria de España es aquello que los prescriptores recetan, las pantallas dictan y los charcuteros de la intoxicación embuten y sirven como plato único.

El país, en realidad, lleva mucho tiempo vencido. Desde que la anormalidad se aceptó como primero como normal y acabó por ser doctrina de obligado cumplimiento para todos. Hoy ya nos empapa y ha calado hasta los huesos de nuestra convivencia, nuestra democracia, nuestro presente y nuestro futuro. Las víctimas son escarnecidas y sus verdugos ensalzados. Los pacíficos señalados como violentos y los violentos exhibidos como espejo de pacifismo. Los traidores y golpistas son presentados como dechados de lealtad y héroes democráticos y los violadores de los derechos y libertades proclamados como sus mas preclaros defensores.

Las leyes son escarnecidas, quienes quieren hacerlas cumplir, acosados y aclamados quienes las pisotean. La verdad se ha convertido en un delito y la mentira es la mayor virtud del político y el gran carisma del gobernante. Los delincuentes han sido agraciados con la bula de la credibilidad. Todos los micrófonos se abren jubilosos para ellos prestos a recoger sus palabras como ambrosía, sin pero, tacha, ni replica, ni contraste alguno. Basta con la frase milagrosa. “Tirar de la manta”. Pero nunca de la suya, de esa jamás, ni se le pide. Nada de confesión previa de sus delitos sino para taparlos y escapar de su culpa aventando con las mantas ajenas. El ladrón será santificado y bendecido con tal de que sirva para hacer daño al enemigo.

El odio político y sectario es el señor y la piedra angular de nuestras relaciones. Ya no podemos ser amigos de aquellos con los que discrepamos. Ya no hay rivales ni debate, hay enemigos feroces y pedradas. Los extremos son los fieles de la balanza, a quienes se estimula y pregona. La sensatez, la moderación, el sentido común y la tolerancia están contraindicados. La ecuanimidad y la equidad son conductas reprobables. Porque también el odio tiene embudos. El de unos resulta contener peana de santidad y sus crímenes no pueden ni siquiera ser mentados mientras que el de los otros es reo de las peores penas aunque se limite a señalar lo más inocente. Todo puede ser un insulto terrible y denunciable, según quien lo diga, y la peor de la infamias y la mas feroz amenaza pasarse en los otros como tolerable gracia.

Pasan los días, pasan lo meses, llegamos al año y ya hemos tragado con todo. Lo peor de lo que ya nos afectaba antes no ha hecho, con ello, sino agravarse. Nuestros males pandémicos nos aplastan y ni túnel ni luz ni leches. Si algo hay claro es que, en contra de la creencia general, no está escrito en ningún lado que el futuro haya de ser forzosamente mejor que el pasado y que en cualquier caso nosotros nos estamos concernidos por ello ni debemos hacer nada para ello. Hasta hacemos elecciones a 400 muertos al día. 

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