Opinión

Seis años y un día

Sospecho que Felipe de Borbón y Grecia, al ser proclamado rey ante las Cortes aquel 19 de junio de 2014, hace, cuando esto se escribe, seis años y un día, sabía que el suyo no iba ser un camino de rosas: de hecho, ni el president de la Generalitat ni el lehendakari vasco, presentes en la tribuna de invitados del Congreso, fueron precisamente pródigos en aplausos tras la intervención del nuevo monarca, que sustituía a su padre, Juan Carlos I. Claro que la Cámara no tenía, entonces, el peso republicano que ahora tiene, ni el secesionismo, especialmente catalán, registraba el enconamiento actual. Ni habían estallado con tanta virulencia, aunque algo, bastante, se sabía, los casos derivados de presuntas irregularidades económicas de quien, nieto de Alfonso XIII e hijo del conde de Barcelona, reinó en España durante casi cuatro décadas. El llamado 'juancarlismo'.

Seis años y un día, que es el tiempo que Felipe VI lleva con la corona -que casi está siendo de espinas- a cuestas, constituye, según el Código, pena de prisión mayor. Todo un castigo. Y debo reconocer que sobre los hombros de Felipe de Borbón pesa todo un mundo de problemas y borrascas que, hemos de reconocerlo, el jefe del Estado soporta con impasibilidad y firmeza, aunque fuerza sea decir que su rostro registra no pocos de los impactos morales que, con notoria injusticia e inoportunidad, recibe.

Tengo para mí que las próximas semanas, los próximos meses, registrarán una mayor sintonía -una atenuación de la pena- entre la Jefatura del Estado y la del Gobierno, haciendo buena esa armonía constitucional en la que se basó la primera Transición y que por momentos ha dado la impresión de que, con el riesgo de romperse, ha hecho peligrar el conjunto del sistema. Ciertamente, no será Pedro Sánchez quien ponga personalmente en peligro la monarquía, independientemente de que sus íntimas simpatías -tiene perfecto derecho- se inclinen más hacia el republicanismo: no, no será Sánchez quien pretenda presidir la Tercera República Española, como algunos dicen sospechar que él desea, porque bien sabe que eso ni será posible ni a él le convendría intentarlo: tal ensayo derivaría en un largo período de gobernación de una derecha 'dura' en el país.

El gran pecado de Sánchez sigue siendo haberse aliado, tapándose la nariz, en una coalición indeseable que él tantas veces dijo que rechazaba y que le provocaría insomnio. Los afanes de Pablo Iglesias por cambiar la forma del Estado, aunque sea en alianza con los independentistas republicanos catalanes y hasta con Bildu, serán, probablemente, los que acaben fracturando un Gobierno que nunca debió ser. Y menos aún en estos tiempos de tribulación, en los que lo prioritario debería ser forjar una unidad política nada menos que para la reconstrucción -no solo económica, por cierto; también moral y política- del país.

El jefe del Estado, a quien la Constitución sitúa al margen de las luchas partidistas, pero no a salvo de ellas, ha de conseguir mantener la institución con sensación de estabilidad y firmeza, pese a los zarandeos familiares, políticos y ambientales, porque son esas cualidades precisas para la tranquilidad y la prosperidad del país. Que la máxima institución de la nación se vea zarandeada, cuando no vituperada, por una parte del Ejecutivo y del Legislativo e intervenida en lo que corresponde por el Judicial, no es precisamente nada bueno.

Creo que Felipe VI, a quien siempre califico como uno de los mejores, si no el mejor, rey de la Historia de España, sabe que tiene que ganarse el puesto cada día. Y temo que no siempre acierta en sus acaso excesivamente meditadas estrategia y tácticas. Espero mucho de su inminente recorrida por todas las Comunidades, y confío en que incremente el contacto real con la gente de la calle, sin esos hieratismos a los que, mucho más que él, tan aficionados son algunos cortesanos que le rodean. Por mi parte, no puedo sino desear que los próximos seis años y un día de Felipe de Borbón no sean de prisión mayor, sino de sosiego, paz y normalidad inmensos. Lo deseo, claro está, no solo por él, sino por la que creo que es la inmensa mayoría de la ciudadanía, esa sociedad civil en la que, desde luego, uno milita.

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