Opinión

Oro

Finales del Siglo XVI. A las órdenes de Don Gonzalo de Baztán, gastado y viejo oficial que comete dos graves errores (hacerse acompañar de su esposa, mucho más joven, y pretender comandar a un grupo de soldados rudos y ambiciosos que, riqueza aparte, codician a Doña Ana), una expedición española, compuesta por dos mujeres y treinta y dos hombres, emprende un épico viaje a través de la selva amazónica en busca de un mito: la ciudad de oro.

La temeridad y la indisciplina están garantizadas.

Un puñado de hidalgos (los menos), aventureros y desarrapados (“A la guerra me lleva mi necesidad. Si tuviera dineros no fuera, en verdad”), con mucha ambición y pocos escrúpulos, que huyendo de la dureza de una vida sin perspectivas ni futuro allá en su Andalucía, Extremadura o Aragón natal, emprenden un viaje a lo desconocido, sin posibilidad de retorno, persiguiendo el poder y la gloria:

Soy un soldado que busca oro,- escupe el Alférez Juan de Gorriamendi a la cara del soldado Martín Dávila.

Yo también,- responde éste.

No, tú buscas otra cosa.

Sin dejar de mirar la pantalla, reflexionaba sobre las escasas opciones de las mujeres en esa época: putas, sirvientas o esposas, categoría esta última que, las más de las veces, solía englobar a las otras dos.

Pensaba, igualmente, en lo disparatado de preferir morir de un espadazo (con honor) o morir por garrote (con vileza), ya que, salvo que el motivo fuese acortar la agonía, en ambos casos se trataba de morir a secas. Hallábame, pues, en la oscuridad de la sala mofándome de los absurdos valores masculinos cuando, sin mediar palabra, el espíritu de Reverte me poseyó y no precisamente en el sentido bíblico.

De repente me vi transportada a un mundo de hombres, asfixiante y violento, en el que me sentí agresiva, febril y desencantada.

Los mosquitos silbaban en mi oído, sudaba con un cerdo y la maleza y el barro dificultaban mi paso. Serpientes sibilinas, caimanes que no respetan los galones e hincan el diente en la pieza más sabrosa que no siempre es la más prescindible… ¡Maldita selva!

Mascullaba improperios contra el Alférez Gorriamendi quien, por su chulería y por navarro, a cada paso me hacía preguntarme si plantándole cara cumpliría o no el lema de la espada ("No me saques sin razón, ni me envaines sin honor").

Maldecía al páter Vargas, amigo del conflicto, porque lejos de proporcionar con sus sermones consuelo espiritual y paz al rebaño incitaba a sus ovejas a amotinarse contra Dios y su representante en la Tierra.

Mientras me regocijaba con cada baja, por el incremento de beneficios que reportaba a quienes íbamos quedando, renegaba de ese rey lejano con derecho a una parte del botín mayor que la mía sin correr el riesgo de ser atrapado por los indios flechadores o de los “tres pecados” (no creían en dios, eran sodomitas y caníbales… en ese orden me temo).

Miraba de soslayo a Mediamano, guía nativo de la expedición, cuando a la pregunta sobre la agresividad de una tribu concreta respondió reivindicativo: "todos los indios son hostiles con los soldados: es su tierra”. ¡Mediamano, Mediamano, no te me pongas chulo que te cambio el nombre a Medialengua!

Esperando superar mi humilde condición gracias a su pluma, acechaba al licenciado Ulzama, escribano del rey, buscando que en la crónica de tamaña gesta mi nombre pasara a la posteridad indultado de toda ignominia.

Descubrimiento, conquista o barbarie, llámenlo como prefieran, pero había que estar allí (“Fuimos violentos, crueles, bestias, violadores y genocidas en algunos aspectos, pero también había una grandeza, una aventura fascinante que está ahí y que es educativo conocer. No renegar de nuestro pasado y tampoco glorificarlo”, Arturo Pérez-Reverte).

Chanflones deseos de oro mezclados con otros más elevados de dejar su impronta en territorios hasta entonces inexplorados. Movidos unos por la codicia y otros por el ansia de trascender (aún a sabiendas de que la posteridad es dama que gusta codearse con el alto mando e ignorar a la purrela), luchábamos contra el clima, los indígenas y las enfermedades; cuando todos ellos nos daban un respiro luchábamos entre nosotros para mantenernos engrasados.

La contagiosa fiebre que nos aquejaba y hacia delirar, no era dengue ni malaria pero si amarilla…

Madre, yo al oro me humillo:   

él es mi amante y mi amado,   

pues de puro enamorado           

de continuo anda amarillo;       

que pues, doblón o sencillo,      

hace todo cuanto quiero,           

poderoso caballero                     

es don Dinero”.

Siempre me atrajo, no voy a negarlo. Pero no el aspecto de reportero de guerra anclado en la treintena sino el más reciente, el de hombre maduro de vuelta de todo. Al lenguaraz académico de la lengua, con alma de soldado raso, en vez de a puñetazo limpio, por precaución o simple cálculo coste-beneficio, le gusta librar sus batallas contra todo tipo de disidentes o insultadores profesionales en Twitter, la ciénaga de los improperios, alimentando con ello su fama de insolente y chulesco. Me gustan arrogantes, lo confieso, y en eso Don Arturo no tiene rival.

Me sedujo con Falcó y lo está intentando con Eva, en cuya lectura me encuentro actualmente inmersa.

Con Oro, última película de Agustín Diaz Yanes basada en un relato suyo inédito, Pérez-Reverte ha terminado de ganarme para la causa: fascinante historia, preciosa fotografía, excelente banda sonora, magníficas interpretaciones y un sentido del humor chusco y con mucha mala hostia.

Una aventura que te atrapa y no te suelta hasta que se encienden las luces de la sala.

Sorprendentemente, me emocionó.

ORO

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