Opinión

Los empecinados

Pablo Iglesias y Albert Rivera llegaron con prisa, con la ambición de apoderarse de la escena política. Los dos querían acabar con los políticos del bipartidismo, -la «casta» les denominaba despectivamente el primero-, para ocupar sus puestos al frente de la gobernación de España. Al principio tenían el viento de cola; sus discursos incendiarios pegados a los estragos que estaba causando la crisis económica, más la indignación que despertaban los numerosos casos de corrupción y en el caso de Cataluña, la deriva separatista, les abrieron las puertas del Congreso. Tenían detrás a millones de ciudadanos.

Iglesias pisaba fuerte y parecía que estaba a punto de cuajar el viejo sueño de todos los partidos comunistas que en el mundo occidental han sido: arrebatar a los socialistas el liderazgo de la izquierda. El famoso «sorpasso». Similar era la ambición de Rivera. Venía del centro pero creía estar en condiciones de hacerse con el timón de todas las fuerzas conservadoras jubilando al Partido Popular, tocado y desconcertado como estaba por el mazazo de la moción de censura.

Uno y otro jugaron su cartas. Rivera perdió en el primer envite. Su partido aumentó el número de escaños pero el PP, pese a resultar demediado y estrenar líder aguantó el tirón y consiguió retener el título de primer partido de la oposición. Quien quería reemplazar a Pablo Casado llegó a acuerdos con él en algunos ayuntamientos y gobierno regionales pero no se libró de la obsesión que le consumía e inició una etapa errática de confrontación con todo y con todos. Incluidos algunos dirigentes de su propio partido críticos con la estrategia que les estaba conduciendo a la irrelevancia en términos prácticos desaprovechando la oportunidad de reeditar el pacto que había firmado con Pedro Sánchez en febrero de 2016 para formar un «gobierno reformista y de progreso». Pacto que ahora, tres años después, les habría abierto puertas y oportunidades de tocar poder. Pero Ciudadanos dejó de ser el partido simpático. Su líder, antaño hiperactivo en redes y platós desapareció durante el mes de agosto.

Iglesias al que su error de cálculo ya le había llevado una vez a votar no a la investidura de Sánchez, repitió el rechazo. Su exceso de «hibrys», le había llevado a postularse como vicepresidente del Gobierno reclamando, además, cuatro o cinco ministerios para Podemos. Le dijeron que él, no. Que lo demás podía negociarse. Pero la cosa no funcionó. Aunque no lo parezca no es una cuestión de ideología. O no sólo es eso. En el empantanamiento político que padecemos, los egos, las ambiciones cruzadas y el empecinamiento de unos y otros juegan un papel determinante. Lo malo es que la función sigue.

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