Opinión

La democracia, cauce o circo

Todo está parado hasta el 26-M cuando sepamos, en la “segunda vuelta”, qué quieren los españoles. Y si le dan una segunda oportunidad a alguno de los partidos que salió revolcado el 28-A. Porque aunque se están haciendo pronósticos traspasando las cifras de las generales a las autonómicas, locales o europeas, todos sabemos que los ciudadanos votan diferente en cada caso. Por cercanía, por conocimiento más directo de los candidatos, por resultados. En todo caso, el mapa electoral es aún más confuso y más complejo que el de las generales. Seguramente por eso, salvo sorpresas, el presidente del Gobierno no quiere mostrar sus cartas y aguarda a hacer públicos sus pactos.

Es posible que no esté en las agendas de ninguno de los partidos, pero, al margen de aplazar casi hasta el verano decisiones concretas sobre los problemas de fondo que tiene España, hay otro asunto importante al que meter mano si no queremos cargarnos el sistema: la calidad de la democracia. Partimos de una ventaja: los españoles han acudido en masa a votar respaldando de forma indudable el sistema democrático. Puede que no se fíen de sus políticos, puede que estén hartos de muchos de ellos que han convertido la democracia en un escándalo de corrupción y hasta en un circo, pero creen en la democracia. La defienden, aunque sea votando cada cuatro años. El problema es que la democracia tiene que dar respuestas para reducir el espacio de los extremos y consolidar la fortaleza y la independencia de las instituciones. Y ese refortalecer las instituciones solo se puede hacer desde el acuerdo de los partidos constitucionalistas. Parte de la calidad de la democracia es la capacidad para discutir desde posiciones enfrentadas y, pese a ello, pactar, llegar a acuerdos para todos los ciudadanos. Los españoles hemos perdido esa capacidad para el acuerdo. Es cierto que es mucho mayor el tiempo en que hemos sido incapaces de dialogar y pactar que el que nos ha conducido a los acuerdos. Pero esos momentos, desde la transición hasta hoy, han sido los más fructíferos de nuestra historia.

No es solo un problema nuestro, pero es nuestro problema. Como dice el politólogo Steven Levintsky, “hoy a nadie le gusta la gente que está en el poder, ya sea en Suecia, Finlandia o Reino Unido”. Lo podemos ampliar a Estados Unidos, Italia, Rusia, Venezuela, Francia… El crecimiento de los extremos –ojo, a la derecha y a la izquierda y ninguno es bueno– ya sabemos a los que nos lleva. El fascismo y el comunismo, los dos por igual, solo han traído represión, odio y muerte. No hay nada bueno en el fascismo ni en el comunismo. Nos podría salvar Europa, pero los países se están encerrando en sí mismos y perdiendo de vista el horizonte de las libertades.

Nos esperan años difíciles y casi todos los problemas nos llevan a un crecimiento de la desigualdad: el mantenimiento del Estado del Bienestar, el hundimiento de las clases medias, la revolución tecnológica que puede echar a muchas personas del mercado laboral y crear brechas insalvables, el crecimiento imparable de la inmigración* No hay soluciones fáciles ni posibilidad de poner barreras. Solo unas democracias sólidas y generosas podrán dar respuesta y evitar la explosión de los nacionalismos y de los extremismos.

Comentarios