ASESINAS CON HISTORIA

Catalina, la bruja del arsénico que acabó con toda su familia para disfrutar de la vida

Asesinó a su tía Juana María Domingo, pero no se pudo probar que cometiera el asesinato de sus otros cuatro familiares

Catalina, la bruja del arsénico que acabó con toda su familia para disfrutar de la vida - EL ESPAÑOL
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Un reportaje de Mari Pau Domínguez publicado en EL ESPAÑOL

Pollença, (Mallorca), año 1962Catalina lanzó el martillo contra el espejo que llegaba hasta el suelo, haciéndolo añicos. Hubiera querido lanzarlo contra su marido, o contra el mundo en general. En cualquier caso, lo lanzaba contra su propia insatisfacción.

Su hijo Rafaelín, de cuatro años, entró en el dormitorio asustado y al ver el manto de cristales que cubría el suelo se echó a llorar.

-Anda vamos, que no es nada –le dijo la madre con desgana-. Sal de aquí, no vayas a cortarte.

El pequeño la miró compungido buscando cobijo y calma. Ella, en cambio, lo observaba con lacerante mirada gélida mientras lo hacía salir de la estancia.

Lo que le estaba pasando a Catalina Campins era que, a sus más de 30 años de edad, no aceptaba los naturales cambios que experimentaba su cuerpo al quedarse embarazada. Ya le ocurrió con el de Rafael y ahora, en el segundo embarazo, se veía peor incluso que en el primero. Se pasaba el día de mal humor. En aquel tiempo, su carácter dominante fue a peor.

Mientras su marido veía la televisión tumbado en el sofá, ella lo miraba culpabilizándolo de sus desgracias, viendo en él al enemigo de su vida.

Las tareas de casa le resultaban un tormento que se hizo más inasumible al estar embarazada. Las horas dedicadas al cuidado de su hijo y su marido se alargaban como el hambre, cayendo a plomo sobre su ánimo. Miraba el reloj sin descanso deseando que el tiempo pasara más rápido. Se sentía tan desdichada…

Caminaba por su casa, por el barrio, por el mundo, ausente. Vagaba por el infierno de su resentimiento. A sus amigas de toda la vida, que no eran muchas, preocupadas por su estado de ánimo, les respondía de mala manera pidiéndoles que la dejaran en paz.

Una mañana, al ir a entrar en una droguería próxima a su casa, se encontró en la calle con una de ellas, Remedios.

-Dichosos los ojos, Catalina. Últimamente no se te ve el pelo.

-Es que entre el niño, la casa, el embarazo… (se notaba que Catalina no tenía muchas ganas de conversación).

-¿Qué vas a comprar?

-¿Eh…? –ni la esperaba ni le gustó la pregunta-. Pues… no sé… Pedro me ha dado una lista y ni la he mirado -mintió.

-Pues cuídate y a ver si quedamos un día. Puedo ir a tu casa, si quieres.

-Bueno, Remedios… ya te aviso yo –respondió incómoda y se despidió.

Brutal desenlace

En realidad apenas salía a la calle. Ahora trabajaba de modista, después de haber sido camarera de hotel y dependienta en una tienda, puestos que tuvo que abandonar por turbias razones. Su rumoreó que sustrajo joyas y robó dinero, y que después le echó la culpa a otras compañeras.

En el vecindario siempre decían que no era trigo limpio, sobre todo después de conocerse que había querido ceder a Rafaelín en adopción a una cuñada.

-¿Qué le ha pasado al niño? –preguntó alarmado el padre una noche al llegar del trabajo.

-No es nada. Un poco de diarrea –su mujer le restó importancia.

-Está vomitando en el baño, ¿y le has visto la cara? Parece un cadáver.

-¡Qué exagerados sois los hombres! –contestó Catalina y siguió planchando como si nada.

Por la noche:

-Mami, ¿es de pequeñajos dormirse abrazado a un osito?

-¿Por qué lo preguntas?

-Rafaelín tragó saliva queriendo hacerse el valiente antes de responder:

-Porque echo de menos a mi oso Pepe… pero seguro que es porque estoy malito porque si no a mí Pepe ya no me importa nada, eh, que ya soy mayor.

La madre rescató el peluche del armario del niño y se lo dio. El pequeño lo abrazó como si deseara con todas sus fuerzas encontrar en su amigo de tela la salud robada.

-Verás como ahora me pondré bueno, mamá.

Y se durmió aquella noche sin saber que le quedaba poca vida en su pequeño cuerpo de niño. De madrugada, Catalina le dio una manzanilla en la que había disuelto los polvos que llevaba tiempo administrándole en las comidas.

-No sabe bueno, mami.

-Tómalo, te ayudará a curarte.

-Vale –y lo bebió sin rechistar. Oye… ¿y para Pepe no hay nada?

-A Pepe se lo daré por la mañana. Ahora sigue durmiendo.

Cayó rendido. Un par de horas más tarde, los vómitos lo sacaron de la cama temblando y ardiendo de fiebre. Lloraba del dolor de tripa debido a una colitis aguda que lo dejó extenuado en el hospital durante más de una semana.

A los cuatro días del alta hospitalaria, la diarrea volvió a castigarlo de nuevo, esta vez incluso peor que la anterior. Cuando la ambulancia llegó ni siquiera tuvo fuerzas para llevar consigo a Pepe, el osito al que nunca más volvió a ver. Su estado empeoró. De nuevo los vómitos, la descomposición y una parálisis respiratoria que no pudo superar; síntomas que acabaron arrebatándole su corta vida con un agónico y cruel final.

Mientras el mundo se oscureció alrededor de aquella muerte injustamente temprana, en el interior de Catalina sólo había rabia pero no por lo ocurrido a su hijo sino por lo que gestaba en sus entrañas.

Pedro, el padre, en cambio, tras la muerte de Rafaelín, que era su viva estampa, le pesó la vida. Lo mismo les ocurrió a los tíos de Catalina, Juana y Luis, con quienes se había criado al no tener ellos descendencia. Al pequeño lo querían como se quiere a un nieto y lo colmaban de caprichos sin que la madre se enterase.

El duro golpe de su muerte les había dejado un inmenso vacío imposible de paliar. “¿Cómo entender que se extinga la vida de un ángel habiendo pasado sólo cuatro años en este mundo?”, se preguntaba la tía Juana llorando a lágrima viva durante el funeral.

Mejor la culpa a los demás

Al poco tiempo de la desgracia nació María Luisa. La dicha de una nueva vida (no lo era para la madre) duró lo que una tormenta de verano.

Cuando enfermó, su padre se alteró muchísimo. Aquellos vómitos le trajeron el fatal recuerdo de la agonía de su pequeño y el alma se le rompió anticipadamente.

-No tiene nada que ver con lo que le pasó a Rafael, ¡tú siempre tan exagerado! –le soltó de mal humor Catalina una tarde en la que Pedro, abrumado por el estado de la niña, dijo de llamar al médico.

Mientras el doctor la examinaba en presencia de la tía Juana, solícita y entregada como era habitual en ella, la madre de María Luisa paseaba sin rumbo por la calle pensando en su mala suerte… en su anodina existencia… en el hartazgo de lo mismo un día tras otro, limpiar, planchar, cocinar… y encima tener que coser en casa.

Ni una salida para divertirse, ni un restaurante que pisar, ni una cena con amigos… Aunque jamás se planteó qué hacer para remediarlo; cargaba toda la culpa al matrimonio, la familia y, sobre todo, a Pedro.

De pronto se vio delante de una droguería y no lo pensó dos veces, entró a comprar lo de siempre…

Febrero de 1964. A María Luisa la mataron los mismos síntomas que a su hermano fallecido. No había cumplido los dos años.

Se acabaron los embarazos. Se acabaron para siempre los niños, las preocupaciones, los desvelos, la falta de tiempo… Así pensaba Catalina, empeñada en resolver sus angustias tomando el camino más equivocado que pueda existir.

Fuente: EL ESPAÑOL

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