ASESINAS CON HISTORIA

Margarita se inspiró en ‘El graduado’: dos amigos de su hijo mataron al marido infiel

Roció el cadáver con gasolina y lo quemó para que no lo encontrara la Policía. Fue condenada a 23 años de cárcel tras aclararse el crimen

Margarita se inspiró en ‘El graduado’: dos amigos de su hijo mataron al marido infiel - EL ESPAÑOL
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Un reportaje de Mari Pau Domínguez publicado en EL ESPAÑOL

Calle General Espartero, nº 107 (Alicante), madrugada del 9 de febrero de 1999. Qué lentas pasan las horas cuando se espera algo trascendente. Aquella noche sólo estaban en casa Margarita, su marido y su hija. El chico, Juan Alberto (19 años), se había quedado a dormir con su abuelo materno, Manuel.

La niña, Belén (16 años), ya dormía. Tenía el sueño robusto como el acero y era difícil que se despertara. Juan, el marido de Margarita, también tenía un buen dormir pero esa noche, mucho más. Ni un incendio lo despertaría. Su esposa se había encargado de atiborrarlo de somníferos en la cena y lo había acompañado a la cama. Ella prefirió quedarse en el sofá, vestida, a ver la televisión. Había sido precisamente viendo una película, El graduado, cuando se le ocurrió contratar a dos amigos de su hijo para que acabaran con la vida de su marido a cambio de seis millones de pesetas. En la ficción, la mujer madura lo hacía por sexo. Ella, por liberación, pensaba persuadida de sus actos.

En ese momento, en el aparato unos señores trajeados hablaban, muy sesudos, de no sé qué del euro, la nueva moneda única que ese año se había introducido de forma oficial en los mercados financieros y que iba a cambiar la economía de Europa. Se quedó adormilada, entre la tele, el euro y los ronquidos lejanos de Juan.

A las cinco de la madrugada se despertó sobresaltada para enfrentarse a la realidad. Apagó el televisor y bebió agua, tenía la boca muy seca. Se había hecho tarde. Llegada la hora de la verdad notó cómo el deseo y el temor se entrelazaban en su estómago provocándole una náusea. Deseaba que los jóvenes estuvieran en el portal, como habían convenido, pero al mismo tiempo temía que estuvieran.

Su respiración empezó a agitarse, no así su decisión. Buscó la calma en su interior. Lo tenía muy claro. Se estiró la falda… se atusó los cabellos… y respiró hondo. Bajó los escalones de dos en dos hasta el portal y allí los vio, en la calle, esperando. Moisés, Moe (19 años), compañero de instituto de su hijo, y Francisco Leonardo (21 años). Le recriminaron en voz baja que llevaban esperando una hora y media, “me quedé dormida”, respondió ella como si fuera lo más normal del mundo. Los jóvenes llevaban estampada en sus rostros la gravedad de lo que estaban a punto de cometer. La gravedad de un acto irreversible.

Sicarios y amigos del hijo de la asesina

Subieron en silencio hasta el piso. Margarita cerró la puerta de la habitación de su hija y abrió la del dormitorio del matrimonio, que estaba al otro lado de la casa. Le puso en la mano a uno de ellos un martillo de carpintero, grande como el miedo que los chicos comenzaban a notar en sus cuerpos.

- Ahí lo tenéis –sentenció y salió del dormitorio, no quería presenciar lo que iba a ocurrir.

La respiración del hombre contenía la densidad del sueño más profundo sin ningún presagio. Francisco no fue capaz de usar la maza. Entonces Moe, en un movimiento rápido, se la arrebató y la alzó para después dejarla caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del hombre dormido, Juan Galán Andrada. Ese era el fin de sus 43 años.

Con cada martillazo que se hundía en el cráneo de Juan, a Margarita le caía una infidelidad en el regazo. Se refugió en la habitación de su hija, cerró los ojos y apretó su vientre con los brazos, como si quisiera sacarse de las entrañas los restos de su marido.

Demasiadas mentiras. Demasiadas infidelidades. Y mira que el año pasado le pidió que la dejara, a la última, Juana, una joven de 26 años que vivía en la misma calle que ellos. Por eso tuvieron que cambiarse.Margarita y Juan se habían casado en Salamanca hacía 20 años. Desde siempre, él atesoró un reguero de conquistas a las que agasajaba con regalos y salidas a restaurantes caros, lo que nunca hacía con su mujer. Llevaban cuatro años viviendo en Alicante.

Juan lo negó todo pero Margarita le enseñó las evidencias, había contratado a un detective y tenía fotografiados todos los movimientos de la pareja. Se veían en el piso de un amigo, en El Palmeral. Juan acabó pidiéndole perdón. Era octubre de 1998. Sin embargo, hasta aquel fatídico 9 de febrero del siguiente año no sólo no dejó de ver a Juana sino que lo hizo con más intensidad. Y Margarita lo supo.

Cuando el martillo, después de varios golpes de la mayor brutalidad, se quedó incrustado sin posibilidad de volver a ser extraído, Moe informó a Margarita: “¡Ya está!”.

Pero entonces, ya en la entrada, a punto de marcharse para seguir con la ejecución del plan, se produjo una situación tan insólita como dantesca: del dormitorio salían gemidos ahogados, agónicos. Margarita, temblándole las piernas, se asomó y vio a su marido intentando incorporarse de la cama con el martillo clavado en la cabeza, todo él ensangrentado. Fue terrible, una visión espantosa, pero no era ni más ni menos que el resultado de lo que ella, perversa y cruelmente, había pergeñado.

El cadáver, en un carro de la compra

A punto estuvo de desmayarse. “¡Rematadlo, por Dios!”, les rogó balbuceando. Fueron instantes de confusión y muerte. A pesar de la subida de adrenalina que afectaba a los tres por igual, hablaban en voz baja para que la hija no se despertara.

Los jóvenes cogieron una segunda maza con la que acabaron el macabro trabajo, dejando a Juan irreconocible.

A pesar de lo escabroso de la escena, Margarita sentía que terminaban, con ello, sus sufrimientos. “Ninguna mujer se fijará ya en ti; nunca volverás a maltratarme; se acabaron los desprecios y las humillaciones…”. Ideas que pasaron como un tanque por su mente, arrasando la cordura. Se acordó de aquel día en el que veían en las noticias la muerte de una mujer a manos de su marido y él le dijo, apurando un botellín de cerveza: “Mira, así acabarás tú”. 

A las siete de la mañana, asegurándose de que la puerta del dormitorio donde yacía el cadáver de su marido estaba bien cerrada, despertó a Belén para ir a casa del abuelo, con su hermano. Después regresó a su domicilio y esperó la llegada, de nuevo, de Moe y Francisco para rematar el plan.

Mientras ellos envolvían en plásticos el cuerpo de Juan, y después con una cortina sellada con cinta aislante, Margarita metía en bolsas de basura sábanas, mantas y la ropa, zapatos y enseres que había utilizado la víctima en las últimas horas. Le costó limpiar la sangre de las paredes.

Ahora ya sólo quedaba esperar a que abrieran el supermercado próximo al domicilio para sustraer un carrito en el que transportar el cadáver. Alrededor de las 9 y media de la mañana se hicieron con uno sin levantar sospechas y lo subieron por el ascensor del edificio. Enrollaron el cuerpo como si fuera una alfombra gigante, lo introdujeron en el carro de la compra y lo bajaron en el mismo ascensor hasta el garaje. Entre los tres lo introdujeron en el maletero del coche familiar, un Seat Córdoba de color azul y, con Margarita al volante, atravesaron el barrio de Villafranqueza hasta llegar a una casa abandonada, Les Festetes, en el camino de Las Parras.

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