Opinión

Supervivientes: un placer culpable

Que en España somos carne de “reality” es algo incuestionable: lo ratifican los porcentajes de share tras los que se esconden miles de hogares.

A las décimo tantas de Gran Hermano se unen las dieciséis de Supervivientes, formato que con la edición de 2017, y de la mano de Telecinco, ha logrado erigirse en la estrella más rutilante del universo de la telerrealidad (la gala del jueves 14 de julio, última conexión desde Honduras, logró una cuota de pantalla del 27,8% y 2.770.000 millones de espectadores).

Las cifras no mienten. Por más que lo neguemos, hasta tres veces como San Pedro, somos muchos y muchas los que vemos estos programas.

Entonces ¿por qué nos avergüenza reconocerlo?

Catalogados como telebasura por el común de los mortales, los “reality shows”, todo un fenómeno comunicativo y social, tienen un alto componente adictivo que, lo quieras o no, te engancha.

Saber que se graba las 24 horas del día, y en un espacio controlado, nos arranca una irónica sonrisa cada vez que destacan su condición de género televisivo en el que se muestra la realidad. Realidad sí, pero teatralizada.

Los pliegos de cláusulas de estos programas fijan unos baremos en los que priman determinadas características de los aspirantes: un físico digamos potente (tanto para ellas como para ellos), descaro, genio endiablado, sarcasmo, pachorra y un vocabulario de los más barriobajero. Cumplidos estos criterios el programa promueve encuentros más o menos sexuales (el morbo es garantía probada de audiencia), hace competir por recursos escasos (la falta de comida suele dar lugar a momentos gloriosos) u origina tremendas broncas favoreciendo a unos en detrimento de otros.

Al convertirlo en alguien que juzga la actuación de los protagonistas (mediante comentarios en las redes sociales) y puede decidir su suerte (votaciones telefónicas), la posibilidad de interacción no solo supone el empoderamiento del espectador sino que ayuda a forjar un vínculo entre éste y el programa que garantiza la fidelidad del primero hacia el segundo hasta el desenlace final

Y todo esto nos entretiene, ¡vaya si nos entretiene!

Asomarnos a la pantalla indiscreta, cual vieja del visillo, para ver como bullen las cobayas humanas, como se afanan, como gritan, como se insultan o como los putean (¡si son famosos mejor!), nos ayuda a olvidar, aunque sea por unas horas, lo inane que a veces resulta nuestra existencia.

Y no es malo, no lo es en absoluto.

Se trata de programas poco trascendentales, es cierto, pero hay ocasiones en las que, agobiados por los problemas, sentimos tal cansancio físico que no se tiene la mente lo bastante lucida como para dedicarla a tareas más elevadas y lo único que queremos es olvidar lo jodido que ha sido el día.

Si la telerrealidad nos ayuda a sobrellevarlo… ¡bienvenida sea!

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