Opinión

El pintor de batallas

19 de noviembre de 2016. Sábado noche. Toledo. Como suele ser habitual cuando el elenco lo encabezan actores conocidos, sobre todo si lo son gracias a la pequeña pantalla (a Jordi Rebellón le costará despojarse de la piel del gruñón y malhumorado Doctor Vilches de la serie Hospital Central), lleno en el Teatro de Rojas. En escena El pintor de batallas, basada en la obra del mismo título de Arturo Pérez-Reverte, dirigida por Antonio Álamo.

¿Argumento? Andrés Faulques, antiguo fotógrafo de guerra, vive retirado en un viejo torreón de piedra situado sobre un acantilado junto a la playa. Tiene una misión: pintar un mural sobre el conflicto bélico que detrás de su imagen de lucha armada atemporal refleje, cual retrato de Dorian Gray, como la relajación de las normas y el caos liberan la bestia que el hombre esconde en su ser más profundo, mostrando con ello que el horror que caracteriza a todas las guerras es un horror globalizado. 

Un día aparece un misterioso visitante que dice conocerlo. Se identifica como Ivo Markovic, un croata a quien Faulques inmortalizó en una instantánea obtenida durante la Guerra de los Balcanes (la fotografía otorgó fama y reconocimiento a Faulques y fama y desgracias a Ivo), quien le comunica que va a matarlo, pero antes quiere respuestas:

  • “¿Ya sabe por qué el ser humano tortura y mata a los de su especie? … En esos treinta años de fotografías, ¿obtuvo una respuesta?

Faulques se echó a reír. Una risa corta, sin ganas.

  • No hacen falta treinta años. Cualquier puede comprobarlo, a poco que se fije… El hombre tortura y mata porque es lo suyo. Le gusta. (…)
  • ¿Y cuál es, a su juicio, la razón de que el hombre torture y mate por gusto?
  • La inteligencia supongo”.

Con la obra de teatro me ha ocurrido exactamente lo mismo que con la novela: me ha dejado completamente fría. ¿Esto es malo? Cuando lo que estás contando son las atrocidades de las que es capaz el ser humano desprovisto de un sistema de reglas que sujete su condición de monstruo por naturaleza, y tratando de plantear dilemas morales que hagan tambalear tu conciencia, entiendo que sí, que esa ausencia de emoción es mala, es muy mala.

¿Por qué? Porque si las palabras (en este caso muy bien acompañadas por la música y una excelente escenografía, lo mejor de la obra) resbalan sobre ti como lluvia de mayo, sin ni siquiera alcanzar la categoría de chaparrón que te empapa de golpe aunque seque pronto, significa que algo importante está fallando. En este caso, y sin ninguna duda, el autor.

Tras El pintor de batallas, última novela suya que leí (después de La tabla de Flandes, El Club Dumas, Territorio Comanche y alguna otra más), me borré de Pérez-Reverte. ¿Motivo? Su Incapacidad Permanente Parcial (IPP) para la profesión habitual, situación que se produce cuando el escritor está aquejado de una enfermedad (en su caso desencanto con la raza humana) que disminuye un 33% la capacidad para el ejercicio de su oficio, justamente la parte de su escritura que debe conmocionar, alegrar, conmover, remover o asquear a los lectores; es decir, la que debe conseguir que te pongas en la piel del otro.

Hablara de lo que hablara, sus obras no me llegaban. Ese refugiarse en objetos (cuadros, libros, ropa), marcada preferencia por otras épocas (cualquier tiempo pasado fue mejor), juegos (ajedrez sobre todo), enigmas varios y hombres fuertes, libres y pasados de todo, dispuestos a descifrarlos, siempre me parecieron subterfugios para eludir sentimientos incómodos.

Esperaba que El pintor de batallas fuera una obra clave en la trayectoria de Pérez-Reverte, esa que rompería el muro de contención que se había construido, con paciencia y bastantes exabruptos, a lo largo de los años. Por eso mi decepción con la novela fue mayor. La barrera seguía ahí, fuerte, sólida, aún más alta si cabe, y me impedía ver el cómo, el cuando y el por qué. Me impedía entender al hombre.

Tu presencia en cualquier conflicto, por mucho que trates de evitar el contacto con ellas parapetado tras el paraguas de la profesionalidad, afecta a la vida de personas desconocidas. No se puede pasar por el horror sin tomar partido.

El mensaje está claro. Falto de emoción, pero claro.

En una entrevista concedida a los medios con motivo de la presentación de El pintor de batallas, Pérez-Reverte afirmaba: "El que ha estado en contacto con el dolor, la guerra y la realidad de la vida, nunca vuelve de allí, queda marcado para siempre”. Les aseguro que la realidad de esa frase, su contundencia, me entristece y conmueve más que toda la novela.

Entiendo la arrogancia cuando reivindica su condición de testigo directo de lo peor del hombre, pero también hecho en falta algo de humildad a la hora de reconocer que tal vez, solo tal vez, no está capacitado para transmitirlo. Al menos de momento.

Menos mal que Falcó, su último libro, no solo me está reconciliando con Arturo sino que amenaza con transformarme, juramento de fidelidad incluido, en caballera de su Mesa Redonda.

El pintor de batallas', la novela de Pérez-Reverte, llega al Teatro de Rojas

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