Opinión

La muerte del acróbata

La vida merece, o debería merecer, el máximo respeto. La muerte, en consecuencia, también. La muerte de un hombre en medio de un festejo, su agonía en el centro de la diversión, ha de suscitar no sólo respeto, sino un agudo sentimiento de consternación, una necesidad urgente de que cese la música, la risa y el baile, a menos que no se tenga corazón.

Los músicos del grupo Green Day, a los que no se informó de que justo antes de su salida al escenario del Mad Cool un hombre, Pedro Aunión, se había estrellado contra el suelo al caer desde una altura de 30 metros, aseguran que no habrían actuado de haber sabido que lo harían ante una tumba tan reciente. Así lo han dicho al enterarse de los pormenores de la muerte de su compañero de espectáculo: "No habríamos tocado, no somos gente sin corazón". Pero de quienes decidieron que el espectáculo continuara apenas el infortunado acróbata había exhalado el último suspiro, no puede decirse que anduvieran muy sobrados de corazón, ni, lo que es casi tan grave, de educación.

No quiere uno pensar que los organizadores del concierto no lo suspendieran para no tener que devolver las entradas. Los argumentos esgrimidos para justificar esa abisal falta de respeto a la vida y a la muerte, no sólo son fútiles e inconsistentes, sino también un punto perversos: quisieron evitar, dicen, una avalancha o un movimiento incontrolado similar de los 45.000 espectadores. Pero no se trataba de un incendio, ni de una explosión, ni de una amenaza de bomba, ni de un acceso de pánico colectivo, sino de un accidente que, a mitad del espectáculo, se había cobrado la vida de un trabajador, de un danzante aéreo.

¿Qué persona digna de ese nombre y de ser reconocida como tal se hubiera negado a desalojar ordenadamente, lentamente, tristemente, el lugar? ¿Y qué clase de individuos, por el contrario, hubieran armado una trifulca, un tumulto, por tan justificada suspensión? Asqueroso mundo donde no se respeta la vida ni la muerte.

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