Opinión

Sobreentendidos en la era postverdad

Hay especies vegetales que por el vigor y la rapidez de su crecimiento son las más adecuadas para la función de ocultación: setos, pantallas, y todo tipo de barreras densas y opacas contra la luz y el aire.

Por ejemplo los leylandis. Aunque sobre los leylandis habría mucho que discutir, pues aunque rápidos y veloces, luego, en muchos casos, todo lo conseguido se viene abajo en un instante y nos quedamos a la intemperie y con el culo al aire (perdonen la bárbara expresión).

Hasta en eso son estas plantas una metáfora válida para referirnos a la mentira política que deviene, más tarde o más temprano, en mentira civil, cuando el doble plano de la realidad y el juego de los sobreentendidos y las apariencias, se afianzan en perversa costumbre de todos.

También las semillas de la mentira política y civil, una vez plantadas, a poco que se las consienta o riegue, echan raíces fuertes y desarrollan cuerpos frondosos y macizos.

Cuando un régimen es totalitario, esto es la norma, y por tanto la mentira es el monocultivo que se promueve y abona sin mayores obstáculos. En tal terreno la mentira crece muy bien.

Cuando el régimen de un país, aunque democrático, es eminentemente partidocrático, estos son, los partidos, el primer vivero de esa mala hierba invasora, que en forma de mentira pragmática y sectaria se confunde con la fidelidad, haciendo así del vicio falsa virtud.

De ahí que el militante, el simple y anónimo militante, que por lo general desconoce su poder, sea tan importante a la hora de tener o no tener (esa es la disyuntiva) un sistema político sano y una democracia auténtica, o en vez de ello, un nido de corrupción que desde esta base partidocrática va minando todo el sistema y contagiando a todo un país.

De esta forma, en un régimen partidocrático, la democracia se afianza o se frustra ya en estos humildes principios.

Enorme es por tanto la responsabilidad de los militantes, y decisiva la democracia interna de los partidos, en cuyo ámbito es más fácil el ejercicio de una democracia directa y ágil. En este sentido, el mayor mal que puede acontecer a un país que aspira a democracia, es tener en su base política unos militantes serviles que luego serán ciudadanos consentidores y fofos.

La trasparencia y la verdad política, junto a la soberanía legítima, debe crecer desde aquí para poder irradiar a toda la nación en su conjunto.

Que para algunos partidos muy señalados, las primarias sean todavía una forma de exotismo difícil de digerir, nos indica que esos partidos están completamente invadidos por la maleza.

Alérgicos a la verdad y la trasparencia, deben convivir con la mentira que administra una camarilla de jefes en beneficio propio.
Y esos ambientes tóxicos y cerrados, como el sueño de la razón, sólo engendran monstruos, en apariencia fuertes, en el fondo débiles y con los pies de barro. No hay futuro para la mentira, porque como es sabido tiene las patas muy cortas.

Se habla mucho, casi como imperativo categórico o arquetipo platónico, de la obligación de "pensar en España", sobre todo ahora que estamos en busca de gobierno. Pero ¿Qué es "pensar en España"? ¿"Pensar en España" es pensar en Panamá o las Islas Caimán? Esperemos que no, pero pudiera ser.

Pudiera ser que "pensar en España" fuera pensar y defender un sistema o un régimen injusto que nos favorece, a nosotros en concreto. Que para eso somos España, aunque para otras cosas no. Así vemos que a la hora de pagar impuestos, a muchos, España se les va de la mente.
Y este es un claro ejemplo de esos sobreentendidos cuya traducción automática no se nos ofrece, y que contribuye al doble lenguaje de toda sociedad malsana.

Sostengo una tesis, y esta es que en el lenguaje político y en los puntos cardinales del espacio ideológico, se ha producido un deslizamiento en el espectro, que al contrario que el desvío hacia el rojo que marca el alejamiento de las galaxias, se traduce en un desvío hacia el azul, que marca la contracción de las ideas en una apoteosis de la ideología única. Es decir: teología. Tan radical y extremista ha sido ese deslizamiento.

Y lo más curioso de este fenómeno es el orgullo y hasta el furor con que los autonombrados "liberales", acogen y reivindican este proceso de merma, que en definitiva marca una deriva hacia el empobrecimiento de los contrastes y las diferencias. Una especie de nostalgia del "partido único" turnante y tunante.

Las reiteradas e infatigables llamadas a la "gran coalición", a la condensación de voluntades y simplificación de ideas, a la concentración del poder bajo la inspiración y control de un único mando, que impida cualquier alternativa a la alternativa y el cambio (al diferente, ni agua), nos recuerdan aquellas estrategias políticas rancias y provincianas, con su adorno folclórico y veneno étnico, que siempre acaban en fundamentalismo y corrupción.

Ahora como entonces, ese tipo de llamadas suele revestirse con el halo místico del patriotismo, aunque estén patrocinadas por aquellos patriotas que, muy adornados de la palabrería al uso sobre la unidad de la patria, sólo besan la bandera que ondea en un paraíso fiscal, y que a la postre acaban trasformando su triste patria en un garito en venta.

El deslizamiento del lenguaje político en el espectro ideológico, junto a la mentira en forma de sobrentendidos, obliga a una traducción permanente e inconsciente que nos evite caer en el autoengaño (que ya sería de idiotas), de manera que a cada realidad falseada en el plano del lenguaje, corresponde una realidad oculta y sobreentendida en el plano de los hechos, y así esa traducción inconsciente y automática nos permite nadar entre dos aguas como hábiles anfibios, para no confundir, por ejemplo, el neoliberalismo radical y extremo (pasmo y fascinación en que han caído todos los socialismos europeos de nuestra época) con la templada y eficaz socialdemocracia de antaño.

Y así cuando decimos "centro", inconscientemente traducimos la mentira y pensamos en otra cosa muy diferente, que está en las antípodas del equilibrio y haciendo el juego a los más radicales de los plutócratas.

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