Opinión

Populismo institucional

Escuché hace unos días la expresión "populismo institucional" que, movido del espíritu navideño, adopto desde este momento como expresión huérfana y sin familia a la que poder sentar a mi mesa. Creo, por otra parte, que introduce un matiz muy saludable en concepto tan manoseado. Además se ajusta bastante a lo que algunos pensamos sobre la actual estrategia semántica implementada desde los poderes, la cual deseando pasar por académica es básicamente represora.

Simplificar las cuestiones complejas -se dice- es carácter esencial del populismo.

Por eso la alta academia de la lengua sistémica, que tiene por misión defender el "sistema" a través del lenguaje, lanza ahora una campaña de simplificación (demasiado evidente) que establece una dicotomía insalvable e indiscutida entre buenos y malos, es decir, entre demócratas y populistas. Demasiado simple, demasiado sesgado, demasiado populista.

Nos bombardean cada día con bombas de racimo semánticas y nubes tóxicas conceptuales para promocionar esta novedosa dicotomía: demócratas por un lado, y por el otro un maremágnum inconexo y horripilante donde se pueda confundir y mezclar, simplificando, todo lo demás.

Como mi tesis es que el populismo está instalado en nuestro "sistema” desde hace décadas, y fundamentalmente desde que la alternativa socialdemócrata se incorporó al tándem turnista, invento que -ahora como en el siglo XIX- oculta y disfraza un cómodo y casi totalitario partido único, que además para más inri es adepto a la corrupción, la actual operación de propaganda e intoxicación parece una doble vuelta de tuerca sobre la ya de por si escurridiza verdad.

Sí populismo -como también se dice- es atrapar al votante mediante promesas que no se tiene intención de cumplir, podemos afirmar entonces que es algo que tenemos conocido y padecido desde la misma transición. No hay mejor método para escaquearse de las promesas electorales que el sistema turnista, pues de antemano se sabe que no hay oposición. Y no se trata sólo de remitirse a aquel famoso "OTAN de entrada NO", sino que la cosa empieza antes y se sucede a sí misma en múltiples y repetidos episodios hasta el momento presente, en que cualquier promesa de los que se autonombran cumplidores y serios (en contraste con los populistas), no vale nada.

Por ejemplo las promesas hechas una y otra vez sobre la certeza de acabar con el paro en fecha señalada. Pongamos que en cuatro años.

Vemos que a esos cuatro años se suman luego otros cuatro, que hacen ocho, y luego otros cuatro, que hacen doce, y de propina otros cuatro más, que hacen dieciséis. Al cabo de los cuales ya nadie se acuerda que se había prometido. Y vuelta a empezar.

Así que ese rasgo populista de nuestro acontecer político ordinario, no nos resulta ajeno ni desconocido, porque lo llevamos mamando desde la misma cuna constitucional.

Por no hablar de las múltiples promesas incumplidas que constituyen el articulado, meramente retórico, de nuestra Constitución.

Nos han dado gato por liebre tantas veces en estos últimos treinta años, que ya no sabemos a qué sabe la liebre.

Y la costumbre ha degenerado tanto que los programas políticos ya no significan nada ni comprometen a nadie. Así que prometer en vacío se ha convertido en un ejercicio lúdico y literario, extensa e intensamente institucionalizado.

Emilio Lledó y otros sabios ya han denunciado el ánimo de intoxicación que conllevan muchos términos y giros del lenguaje oficial (lenguaje sistémico). Pero quizás lo preocupante ahora es que nuestro populismo institucional (PPSOE) da un salto cuántico hacia atrás en el tiempo, y su discurso adquiere un carácter no ya sólo simple, sino también primitivo, muy peligroso por lo que tiene de intento de exclusión del juego democrático de una de las partes llamadas a abrir vías nuevas y airear el patio de Monipodio.

Es decir, se ha pasado de un intento de intoxicación a través del lenguaje, a un intento de ilegalización a través de términos indiscutidos. Como este de populismo. Esto es muy grave.

Así en un artículo periodístico que mereció un premio (hizo entrega del premio el rey) se habla de "demócratas" por un lado y de "populistas" por otro. Y luego -ojo al dato- se completa el argumento colocando a Podemos (porque sí) en el bando de los populistas. Ergo ni los dirigentes, ni los militantes, ni los millones de ciudadanos que votan a Podemos son demócratas. Ergo se les puede tratar como a tal. Como a ilegales.

Antes de llegar a esa conclusión, se intenta convencer al lector de que la antigua dicotomía derechas e izquierdas (una vez que la izquierda oficial se ha hecho reaccionaria y fans de los Chicago boys) ya no es válida (a pesar de que la desigualdad entre ricos y pobres no ha hecho más que crecer), porque la raíz económica que subyace a esa dicotomía, ya no genera dudas y ha quedado superada por un dogma de fe: la fe ciega en un capitalismo desregulado y salvaje que nos llevará, sin duda, a la nueva Jerusalén celestial, donde todos seremos emprendedores y evasores fiscales.

Otro capítulo fundamental de nuestro "populismo institucional" es el Disney World montado en torno a nuestros símbolos de poder irracional (o incluso de origen divino), por ejemplo la monarquía de palacete, con sus negocios sucios y asuntos del corazón, todo incluido en el mismo paquete, que incluye revista a color y pase de modelos.

Aquí el populismo no sólo hace estragos y competencia a la telebasura, sino que tiene un suelo definido, pero un techo de gasto abierto y sólo teórico, un poco por encima, quizás, del de la familia media española.

Me viene ocurriendo desde que nos regalan con exposiciones muy sesudas sobre lo que es el populismo, que según se van desgranando los diferentes caracteres que definen a la especie, todos ellos me encajan en los que hemos dado en llamar partidos serios y "tradicionales", tal que aquellos de los que nacen, como ratones de la boñiga, los Bárcenas, los Ratos, y los Blesas. Eso es seriedad y lo demás son bromas.
Hagan ese ejercicio de lectura. Es muy recomendable como antídoto contra la intoxicación ambiente.

Así cuando nos cuentan que el populismo (léase Podemos) quiere hacerse con las riendas del Estado y acabar con la división de poderes para instaurar un régimen totalitario, en el que los contrapesos entre ejecutivo, legislativo, y judicial han desaparecido, no salgo de mi asombro.

¡Pero hombres de Dios!

¡No nos cuenten cuentos para imberbes, que venimos del PPSOE!

Y del reciente dictamen del grupo GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción) sobre la corrupción en nuestro país, que viene a decirnos que la independencia judicial en España es un mito, un camelo.

Vivimos una ruina moral de tal calibre que cada vez que los apologistas del sistema dicen muy enfáticamente que hay que respetar la ley, la risa floja se nos ahoga en mueca triste.

Incluso intentan relacionar -los académicos de la lengua- el concepto de populismo con el de "masa", y ya embalados, con el de "rebelión de las masas".

Ya saben, aquello de que los pueblos viven por encima de sus posibilidades, y las elites se sacrifican mucho y se aprietan cada día el cinturón.

Pero ocurre que el concepto orteguiano de "rebelión de las masas" puede ser perfectamente aplicado a las elites (y en el momento presente con mayor justicia), muy conscientes de sus privilegios y muy poco dadas a cumplir con sus obligaciones, ni siquiera con las que imponen las leyes vigentes. Por ejemplo las obligaciones fiscales.

¿Hay algo más flojo y plebeyo que no querer pagar impuestos por la única razón de ser inmensamente rico?

¿O más cobarde que no haber tirado del carro con el resto de la nación durante esta travesía del desierto?

Pero no hay que irse muy lejos para ilustrar lo que digo, ya que de este "populismo institucional y macroeconómico ", de esta "rebelión de las masas" protagonizada por las elites más finas, que llevamos padeciendo a lo largo de toda esta crisis, o incluso antes, hemos tenido un nuevo ejemplo en estos últimos días.

Habrán escuchado o leído recientemente que un invento genial de autopistas de peaje, planificado y decidido por unas lumbreras macroeconómicas con total alegría y despreocupación por las consecuencias micro, con la única intención -se ve que aleatoria- de forrarse unos cuantos, se ha ido a pique como otros tantos muchos inventos golfos de los que tenemos sobrada experiencia en nuestro país.

Y habrán sabido también para su sorpresa -si es que aún les queda algo de esa cualidad del alma hija de la ingenuidad- que seremos de nuevo el pueblo, la masa, la plebe ineducada de a pie, los contribuyentes, los que pagaremos la factura de esas alegrías tan aristocráticas.

Es decir, que como en otros muchos casos de nuestra historia reciente, se socializan las pérdidas cuando fallan los beneficios privados (esa práctica perversa que no tiene viceversa), y ya que "nobleza obliga", pero sólo a los que no somos nobles, pagaremos los mismos de siempre los platos rotos de sus irresponsables juegos de casino.

Conclusión: hay que leer a Ortega a la luz de esta nueva Disneylandia.

Cambiando de tercio, ante los extraños sucesos que se siguen produciendo en el PSOE, pienso que los afines a Susana Díaz deberían plantearse si es la mejor candidata para alumbrar el futuro de ese partido roto, visto lo visto.

Es decir, visto que Susana Díaz está en el origen de la actual ruptura traumática (de los peores negocios que ha hecho el PSOE en toda su historia); visto que hay miedo y casi pánico a hacer un congreso por si la candidata en cuestión lo pierde (que mal huele y que poco democrático es ese miedo); visto que es la marioneta de Felipe González, que representa el pasado, y demás un pasado de inspiración neoliberal (que es la matriz ideológica que nos ha traído esta crisis); y visto que el peor caso de corrupción de los muchos que arrastra el PSOE en su ya larga historia, afecta a la comunidad que ella dirige, donde además las protestas sociales, como las relativas a la sanidad, son estentóreas y sintomáticas de una evidente falta de empatía con los derechos sociales.

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